Era popular y populachero. Tenía el andar erguido y siempre la cabeza levantada para reconocer a quienes le saludaban en las calles. Cuando esto sucedía levantaba ceremoniosamente la mano derecha y lanzaba un pequeño discurso callejero que provocaba la sonrisa del receptor y de los transeúntes circunstanciales. Siempre caminaba. Nunca bien vestido –al menos no con el convencionalismo estético común- porque su camisa la tenía muy apretada al cuerpo, los pantalones casi descosidos y los zapatos raídos. Su voz era estentórea. Su mirada penetrante. Su apellido más común entre los comunes. Descendía de una familia vinculada al caucho. Su hermano era queridísimo en la zona de Belén, la baja por supuesto. “Ñaño lindo” era la frase con la que daba y recibía los saludos.

Iniciaba su programa con una perorata contra la holgazanería y cada mañana se esforzaba por pronunciar una palabra de difícil vocalización y de complicado significado. Era su forma de mostrarse como culto. Se tropezaba con sinónimos y antónimos. Lanzaba frases fuertes contra el que consideraba conveniente. Era un show escucharlo. Pero era teatral y cinematográfico observarlo en la cabina, a la que llenaba de moho y esparcía una salivación inundable. Su voz hacía temblar el vidrio que separaba su espacio con el del control de sonido. Narraba los hechos cotidianos con tal imaginación que parecía una película. Ya sea un operativo contra los fumaderos o la inauguración de una obra o quizás una conferencia de prensa.

Son odiosas las comparaciones. Pero fue el pionero de la palabra vociferada. Eso que algunos hacen con cierta maestría y conocimiento en la frecuencia modulada actualmente ya lo hizo él en amplitud modulada y la onda corta que llegaba, como se sabe, a todos los rincones de la región Loreto. Gritaba, golpeaba la mesa, alzaba los brazos y miraba al cielo implorando a Dios. Verlo en su cabina era una mezcla de bufonería y hasta levitación.

Era, tiempo pasado, el grande Rusbel Vásquez Cohelo, conductor de “Flash” que se transmitía de lunes a viernes a partir de las 8 de la mañana por las ondas de Radio “Atlántida”, conocida como “la fabulosa”. Su programa murió junto a él allá por los años 90 del siglo pasado. Paradójicamente se fue muy en silencio, a pesar que sus gritos se escuchaban en varios hogares loretanos. Sus gritos despertaban a los vecinos y, también, despertaban los odios y amores de las autoridades de turno. Alababa con la misma facilidad con que despotricaba. Era su estilo. Le recuerdo hoy que escucho tanta bulla infundada en la radiodifusión y donde observo que los más enterados tienen que apelar a la chabacanería y huachafería para no perder la sintonía que, como se sabe, es el motor y motivo de los programas radiales.

Seguro que mi generación fue la última en escucharlo. Tantos gritos, tanto bullicio, tanta fama, tanta energía para terminar como terminó. Olvidado hasta en los medios de comunicación.