La ley antialcohólica, promovida por el gobierno  y que prohibía el almacenamiento, la venta, la producción, la distribución, la venta, la invitación  y el consumo de bebidas con más de 1% de alcohol, fue derogada luego de la violenta protesta nacional. La misma fue una toma de las calles  realizada por enardecidos contingentes que salieron  armados con cajas, botellas vacías y vasos volteados. El tenso momento, que amenazaba con desbordarse en una violencia ciega e inusitada,  fue revertido gracias a que el mismo presidente derogó el dispositivo.

La mencionada ley, promovida inicialmente por un colectivo de ociosos que no bebía ni refresco en los eventos sociales dignos de recordación, encontró eco en el  mandatario peruano que, como todo el mundo sabe,  corre todas las mañanas y no bebe licor ni en el día de su santo. Sucedió, pues, que el presidente promulgó de improviso dicha ley contra el consumo de las aguas. Es decir,  no se hizo la consulta previa a los que empinaban el codo, los que bebían para olvidar, los que olvidaban al beber, los que promovían chupas desde el jueves hasta el domingo, los que insistían en la del estribo y otros sujetos.

Para reemplazar al licor se hizo una agresiva campaña a favor del consumo de agua destilada  en citas, reuniones, cumpleaños, despedidas de soltero, matrimonios y cuanta reunión social hubiera en el país. Pero el cambio no cuajó y los más avispados continuaban bebiendo a escondidas y de contrabando mezclando los licores con el agua. Pero nada era igual como antes. El encanto del trago había pasado.  Es indudable que cualquier licor, consumido en cantidades normales y no exageradas, bebido como aperitivo, incentiva la existencia, desata el ánimo,  promueve el humor, permite las exageraciones benignas y quita momentáneamente las frustraciones. De tal manera que las fiestas se volvieron ceremonias desabridas, tristes.