En ceremonia pública y concurrida el señor César Acuña renunció a su candidatura a la presidencia de la república, renunció a su partido, renunció a sus millones, renunció a su mismo nombre. Era el fin de una trayectoria accidentada que había invadido la política peruana. El hombre de la plata como cancha, de los varios plagios, de la entrega ilegal de dinero a los votantes, de las metidas de pata, se borraba del mapa. En declaraciones a la prensa dijo, con una voz llorosa, que estaba harto de soportar el vendaval de acusaciones en su contra, el descenso evidente en las encuestas y la continua renuncia de sus acompañantes o partidarios. Después de que tantos abandonaron el barco de las elecciones, se sentía solo y desamparado. No podía más con su alma y renunciaba a todo.
La renuncia que más le dolió fue la que hizo el señor Roger Grandez quien de un momento a otro dijo que se iba para no volver como en la canción. Y se fue sin mirar atrás dejándole sin un buen representante para Loreto. En vano el señor Acuña trató de disuadir al renunciante, pero este se mostró inflexible y no dio su brazo a torcer. Todavía pudo salvar su candidatura, haciéndose el loco o el desatendido, pero entonces renunció su vicepresidente. Allí se le acabaron las pilas y entró en una crisis del cual no pudo salir. Mientras tanto las encuestas seguían mostrando que descendía en picada. Descendía hasta ocupar los últimos lugares, mientras aparecían otras denuncias de plagio. De tal manera que decidió renunciar irrevocablemente a todo.
Después de las elecciones el nombre de César Acuña desapareció de circulación. El olvido se encargó de barrer con el partido que había fundado. Muchos años después el aludido volvió a aparecer con otro nombre, otro peinado y subido a unos zapatos con taco. Era otra persona y nada quería saber del candidato de antes. Era otra persona y se dedicaba a la prédica evangélica.