Por Marco Antonio Panduro
Desde hace tres meses Welma Tuesta vive con su familia en una playa de Padre Cocha, en el río Nanay. O por lo menos la visitan los fines de semana. Pero hoy es el último sábado que permanece aquí. Mañana domingo será el último de los días de esta aventura en la que se embarca cada año mientras dure el tiempo de merma. No es que se haya cansado. Tal vez, sí. Pero, sobre todo, más que su determinación que por ratos haya querido una tregua, es porque el lunes el río colmará el ultimo retazo de arena blanca que queda.
Abandonará la playa que le ha dado de comer desde septiembre. Subirá sus bártulos en alguna embarcación pequeña, cualquiera de aquellos botes que navegan por el Nanay movidos por pequepeques. Y retomará una nueva forma de subsistencia en La Pradera, donde habita regularmente, al fondo de la Putumayo.
Cuando las playas del Nanay brotaron, Welma se asentó en esta franja de tierra blanca que corresponde por límites al distrito de Padre Cocha. Vino con la carcasa de una inoperativa y pequeña congeladora que conserva bastante bien bolsas de hielo que acopia en su interior, y donde ha almacenado cecina, chorizo y doncella para los platillos que en todo este tiempo ha ofrecido a los bañistas.
En la parcela que ha ocupado en todos estos meses, hay tres mesas plásticas desmontables, las sillas respectivas debajo de un ramadón que da sombra a los comensales, una parrilla, sacas de carbón, un par de ollas y sartenes, no muy nuevas y brillantes que digamos; menaje a prueba de golpes y caídas, la respectiva mesa para picar y cortar. La pizarra donde se lee la carta está más allá. Detrás, casi llegando a los árboles, se ve un silo improvisado.
Una pareja acaba de llegar a su restaurante playero. Por lo que escucho, han estado paseando por el Amazonas, pareciera que vienen de Lima y están maravillados con el paisaje. Ella le dice a Welma, «Linda es tu tierra». Welma agradece. Dicen que por el Amazonas, aguas arriba, caía una fría garúa sanadora con pleno sol. Así es acá.
El motorista que los ha traído descansa en su bote o mira la pantalla del celular. Se ha presentado como cocama. Nació cerca a Nauta y se comunica en inglés si la situación lo amerita.
Welma está quemadísima, pese a que se resguarda debajo de un precario techo de plástico que incrementa más el calor, peor cuando no sopla ni una sola bocanada de viento. «¡Estoy negra!», dice. Y en efecto está más que bronceada. Pero, contrario a lo que se cree, las madrugadas son frías, realmente frías, y hay que abrigarse como esquimal. De manera que se pasa de un sol que quema como el carbón rojo a un calmo y fresco atardecer y a unas noches heladas que hace que la gente solo pide que amanezca.
En las semanas de mayor vaciante Welma pasaba la noche en vela atendiendo los petitorios de los alegres consumidores que aparecían desde sus carpas y fogatas a comprarle cerveza. Supongo que se ha acostumbrado a verlos tirados sobre la arena, ebrios, hasta que el sol de media mañana los levantaba.
No le he preguntado, pero doy por sentado que se han quedado en casa y allá las necesidades hacen que el barrio se las arregle para atender las obligaciones cotidianas; o existe la posibilidad que estén a cargo de una tía porque el núcleo familiar de Welma lo componen un joven de veintidós años, una niña de doce, y una pequeñita de cuatro. Cuatro años es el tiempo que el padre de los tres muchachos se fue a no sé dónde, bastante lejos, creo por la frontera. «Allá, ha formado nueva familia… Estos hombres no entienden», me dice. «Vas a ver, joven, va a volver cuando esté viejo, enfermo y sin plata. Y yo no sé si mis hijos lo reconozcan».
Supongo que el joven, el hijo universitario, es quien se encarga de hacer las compras, la cecina y el chorizo de Tarapoto empaquetados al vacío. «La que venden en Belén no está bien ahumada y rápido se descompone». O puede que ella misma sea quien se embarque en cualquiera de los botes que aguardan que sus pasajeros se cansen de nadar, y vaya hasta el puerto de la calle Requena y se agencie de gajos y gajos de plátanos. Es una probabilidad también que sea un repartidor quien aparezca con los pedidos. Quiero creer que es así. El solo imaginarla dejando la playa luego de una mala noche, y estar en trajín de aquí para allá, comprando las provisiones, para después, cuando está de vuelta, ponerse el mandil, atice el carbón, y prepare los platillos, me deja exhausto.
La pareja se debatía si pedir tacacho con cecina, chorizo con tacacho, o ceviche de doncella. Al joven lo veo cruzando la pequeña playa con un vaso descargable que contiene Coca Cola. Llega hasta el bote y le entrega el vaso al motorista multilingüe. En realidad es muy hablador. Ya no sé cómo zafarme porque lo único que se me antoja en este momento es contemplar la naturaleza.
La pareja ha dejado de jugar en el río. Atienden el llamado de Welma que les ha dicho que la comida ya está. Es el momento cuando aparece otro bote trayendo a varias parejas, ya un poco mayores. Mi amigo el motorista me dice que aquí por 15 soles comes lo mismo que en esas balsas restaurantes a orillas del Nanay, poco más arriba. Le pregunto cuánto costaría por allá. «De 28 a 35 soles». Le digo que prefiero estar aquí, porque aquí no hay bulla ni música ni alaridos ni ruido, solo el sonido del río y el arrullo del viento.
La pareja contempla la orilla opuesta, lejana. Al frente se ve un par de casas de tablones erigidas sobre horcones, bastante separadas unas de otras. «Qué paz debe ser vivir allá», exclamo. «Ni crea, joven», me dice Welma. «Sin agua ni luz…». Le replico que la luz no es tan importante, que sólo sirve para encender el televisor. «¿Y las tareas del colegio de los chicos? ¿Y cuando te enfermas?». «Sí, sí, sí, tiene usted razón».
La pareja ha terminado de comer. «¡Muy bueno!», escucho que la elogian. A la distancia veo que le piden su número de celular porque Welma acepta como medios de pago Yape y Plin. Poco rato después se embarcan en el bote. También yo he de volver a la ciudad.
Mientras la pequeña nave va alejándose y agarra ritmo en medio del río, ambos – la pareja– agitan los brazos como señal de despedida y tienen una sonrisa de close-up. Han hecho una amiga en la playa y dejan una amiga en una playa del río Nanay. «También yo ya debo irme», le digo a Welma. Le pongo al corriente que me iré nadando porque no tengo un sol para volver. Es una mentira graciosa.
Me he despedido de Welma dándole la mano y un abrazo. Pequepequepequepeque suena clásico el pequeño motor fuera de borda en medio del río. Mi amigo el motorista bilingüe me sigue hablando, pero ya poco caso le hago. Pienso que este lunes, para Welma, además de volver a ver a sus hijos de lunes a domingo, será también el inicio de otro nuevo reto a su imaginación por la subsistencia.