El último representante de la brillante generación del 60 de la poesía peruana acaba de fallecer. Don Arturo Corcura partió hacia los predios o los arrabales de la eternidad, dejando una vasta obra escrita. Esa vasta obra indica que el poeta trujillano trabajó arduamente durante los días de su vida. Es decir, hizo de la poesía una pasión irrenunciable, un compromiso de por vida. Esa opción mayor por el verso le permitió escribir muchos libros, siendo el más memorable Noé delirante, una lectura libre del arca y sus habitantes iniciales. A ello sumó obras donde resaltan los temas del amor, las vivencias del terruño y los cantos a las cosas peruanas.

El poeta Arturo Corcuera ha partido adelantándonos en el último viaje. A la hora de su fallecimiento no podemos dejar de recordar que también estuvo entre nosotros. Invitado por Tierra Nueva Corcura vino a Iquitos a presentar su obra, a compartir las tertulias con la gente de acá y a pronunciar su voz cerca del bosque y del Amazonas. En esa ocasión dejó constancia de su pasión, de su talento y de su rigurosidad como artista.  La entrañable selva disfrutó así del verbo escrito y hablado del vate que nos acaba de dejar.

PRIMERA INSTANCIA FOTOGRÁFICA DE LA FAMILIA

En fila india.

Ahí está mi madre en la foto con su escalera de hijos como una hermana más.

Esbelta, es dulce, es bella.

Una leve sonrisa la muestra satisfecha y orgullosa de poblar de buenos hijos el planeta.

Somos siete en hilera y nadie hubiera dudado en apostar que seríamos nueve. Ahí está mi madre, doña Ana María Osores Amoretti, con su traje sastre marrón jaspeado,

dispuesta a desafiar los sinsabores de la crianza en un pueblo de la sierra del Perú, a dos mil seiscientos metros de altura y de bajos salarios.

De calles empedradas como la vida.

De acequias veloces por donde se escabulle peatona la lluvia.

Con su iglesia y su plaza de toros (toros bravos, los expedientes que libraba mi padre

en su despacho de Juez de Primera Instancia).

Pueblo donde la gente se endulza con huiros y yacones y se arrulla en las fiestas

con las oraciones del patrón San Mateo, santo que fue expulsado de una iglesia de Lima

por haber dejado de hacer Milagros. Los fieles en su cofradía por deberle al santo

carecen de indulgencias.

En la foto aparecemos siete hermanos: María Caridad Corcuera Osores (Maruja),

 Oscar Daniel, Ana Teresa (la Ñata), Zoila Elisa (la chula), Carlos Fernando

 (el Coco), Nelly Rosinda y yo, Daniel Arturo (el Chisco) sosteniendo una rosa

 blanca en la mano, señal de buen augurio. La rosa después se haría Rosi,

 una dama castellana que conocería con el tiempo a orillas del Tormes.

Al pequeñín que fui le duró poco el reinado: vendrían casi enseguida, con su pan

 bajo el brazo, Ana María y Consuelo Esperanza, el conchito de la familia. Será

 consuelo y esperanza en mi vejez, diría mi padre.

Los padres ya no están.

Papá, a quien ya superé en edad, murió de insuficiencia renal, invadido por la urea.

Mamá, de un tumor al páncreas, amarila como bañada el oro.

Y la historia de cada uno de nosotros es muy simple, con hijos y nietos, adeudos y

 retribuciones, como la de cualquier familia provinciana, honrada y decente,

 respirando sin remedio el humo capital.