La fiesta desperdiciada

Cuando corría el año de 1949, en la delirante ciudad de Iquitos, ante el decaimiento o la pereza de los civiles que ya no celebraban como antes el carnaval,   el intrépido y gallardo coronel Ravines renunció a su habitual  postura marcial, al manual de estrategias bélicas, al rigor y la disciplina castrense, para comandar la realización de la relajada carnestolenda. En su conversión al rey Momo involucró  a las uniformadas  fuerzas del aire, de la tierra y del agua.  Entonces esa fiesta fue una verdadera mascarada, una  decadencia total  como una guerra con balas de fogueo.

La celebración castrense del carnaval es picaresco de buen calibre, desde donde se le mire.  Es como un golpe estatal en medio de cabaciñas y vacas locas. Pero ese hecho esperpéntico es más que eso. Explica el desperdicio de una fiesta que en otras partes adquirió altura cultural, desborde de coreografías propias, concurso de variadas bellezas. No simple juego con agua y alguna pestilencia, ni simple baile con maicena, ni anodino corte de palmera con regalos. El carnaval cajamarquino, por ejemplo, tiene prestigio desde hace tiempo. No hablemos mejor del célebre carnaval de Río, por vergüenza. ¿Por qué  otros pueden más donde nosotros apenas pandilleamos con los rostros sucios de tinturas indecibles?

Entre nosotros el carnaval es una pendejada de gastos inútiles, de alegorías huecas, de bandos sin gracia, de reinados que a pocos encandila. No conocemos a ningún colectivo de turistas que arriende por acanga,  seducido  por la basada fiesta carnavalesca donde estallan las populosas creatividades populares.  En el calendario nacional febrero no se relaciona con el carnaval en Iquitos  u otra ciudad amazónica. El nombre de Rioja como sinónimo de esa celebración es reciente y no tiene mucha fuerza. Pero esa ciudad está más allá de un simple juego con agua o barro o caballusa. ¿Cuánto va a costar convertir a nuestros locales y aldeanos carnavales en una gran fiesta populosa?