La farsa de la literatura para niños  

Por: Gerald Rodríguez. N

Mi casa era verde y pobre. Mi padre en el trabajo y mi madre en sus estudios. A pesar de mis seis años de ese entonces, recuerdo bien que sabía leer. Me quedaba solo en casa, sin tener acceso a la tele por estar muy alta. Entré al cuarto de mi padre, buscando jugar con algo, vi una mesa que sostenía una pequeña montaña cubierta por un plástico largo y azul. Mi curiosidad me llevó a intentar descubrir qué es lo había escondido debajo de esa gran sábana. Lo jalé despacio, y como iba cayendo vi una luz que se desprendía poco a poco. Como en ese cuento de Julio Ramón Ribeyro, donde un personaje entra a un cuarto de un tío y al abrir la puerta una gran luz llena su rostro por toda esa cantidad de libros que había en el lugar. Lo mismo sentí al ver que esa montaña era una cima de libros ocultos a mis ojos. En el zigzagueo de mi mirada por toda la gran montaña de luz, me encontré con un libro que me llamaba la atención porque llevaba el nombre y apellido del mismo que leía en los documentos de mi padre como el nombre del año por celebrarse el centenario de su nacimiento. Lo sabía de memoria porque siempre lo estaba escuchando en la radio. Ese nombre que nunca me había interesado saber de quién se trataba y qué es lo que había hecho para que el año lleve su nombre, lo encontré en unos de esos libros que decía poesía completa y más adelante del lomo penumbroso leí César Vallejo. Cuando quise sacarle del apretado lugar en el que se encontraba, terminé tumbando todos los demás. Entonces vi el libro, lo toqué, lo abrí y lo primero que vi fue un retrato del poeta dibujado por Pablo Picasso, que también me impresionó. Me senté en el suelo con el libro y observaba todos los detalles del dibujo. Luego me enfrenté a la lectura de la poesía que aglutinaba el libro. Y leía esa poesía con fervor de querer memorizarme cada poema hermoso sobre los golpes y el fracaso de la vida, o sobre esa araña, o sobre ese lugar llamado Lima donde llueve y el poeta lo retrata. Me quedé sentado leyendo el libro hasta que llegó mi padre. Él luego ordenó el desorden y yo me fui con el libro a mi cuarto. A los seis años no tuve ninguna complicación de leer e interiorizar la hermosura de los poemas desarrollando mi sensibilidad, más cuando en el mismo libro leí un cuento llamado Paco Yunque. No sé qué puede haber de difícil en esas lecturas de los grandes maestros de las letras para que a un niño de seis, siete, ocho, etc. años no lo pueda leer o se le niegue esa gran aventura de descubrir por sí solo su aprecio por la lectura. Gabriel García Márquez dice que aprendió a leer con el método Montessori y que el primer libro que leyó fue La  mil y una noches; Mario Vargas Llosa cuenta que lo primero que leyó a su cortísima edad fueron las novelas de Julio Verne. Esas primeras experiencias nos muestran que en esa época no existía esa perversa mafia de hacer literatura para niños, esa falsa literatura que ve al niño como un ingenuo aprendiz, subestimando su capacidad de comprensión. Desde pequeños les enseñamos a despreciar todo el arte de la palabra dando a leer literatura floja, estupidizante e idiotizante. Nada para reflexionar sobre la condición humana, para ayudar a desarrollar la sensibilidad del lector para con su sociedad. Una literatura alejada del mundo real y sus condiciones que no deja nada para que piense el lector. Estos escribidores de domingos y feriados no sólo se meten al Ministerio de Educación llevando sus nefastos proyectos, sino que se amarran con librerías y colegios para que obliguen a los padres a comprar tal obra que su menor hijo requiere, sin muchas veces fundamentar su gran valor literario porque no lo tienen.

Estos libros con poca imaginación y sus moralizaciones llegando hasta el aburrimiento, sin creatividad estructurada, donde la condición humana se convierte en el reflejo del mundo donde vivimos, dejan de haber en estos libros que narrados malamente, y con ganas, hacen que el lector que se está iniciando termine por detestar la lectura y cualquier programa televisivo idiotizante se convierta en su pasatiempo preferido.