Escribe: Percy Vílchez Vela

En   ánimo de litigio perpetuo, en  permanente ímpetu de polémica,    deben seguir los extraños seres que discutieron en vano el  28 de octubre de 1940. En aquella época el botadero de porquerías,  la montaña de desperdicios,  el flamante relleno sanitario, infestaba la casa y  andaba muy orondo en pleno  Malecón Tarapacá. Nadie sabe ahora a qué ideólogo de la cochinada publica, a qué monstruo de la mugre visible, se le apareció  semejante  ocurrencia, como si los simples paseantes, los ardorosos enamorados, los gastadores turistas que querían emocionarse  contemplando el paso del grandioso Amazonas,  tuvieran narices blindadas o motorizadas para escapar de la inevitable fetidez, de las moscas curiosas, del impulso celestial de los gallinazos.

El ciudadano  que quería acabar con ese promontorio indeseable era un  burócrata o jefe de policía de la casa edil de Maynas. No sabemos qué  tenía en la cabeza, aparte de algunas neuronas, las suficientes  para pretender o proponer que ese  cerro cotidiano,  que ese basurero indigno, donde los gallardos y divertidos ciudadanos o ciudadanas depositaban sus industrias, fuera arrojado al grandioso Amazonas. Era absurdo, era horrendo, era un crimen que esos desperdicios se botaran al monarca de las aguas, al padre de los ríos, al rey fluvial, que después de todo arrastraba tantas porquerías o inmundicias o mugres en su extenso recorrido hasta las furias del mar.  No podía ser aquello. Algo tenía que pasar para que no se ofendiera a esa maravilla del planeta. Y ocurrió.

Entonces, desde la repentina oposición, desde la higiene urbana, desde el corazón de la salud cívica, apareció  el calificado director de comando sanitario, el señor Ponce de León. Este rugió como su segundo apellido y se opuso a que el río mar fuera entierro de la basura. El argumento era contundente: los desperdicios demoraban en deshacerse entre las corrientes aguas, cristalinas, puras, como dice el poeta. Pero también disparó  por atrás y a quemarropa.  Porque propuso que el relleno sanitario, el basurero iquitense,   se ubicara en la esquina de las calles Morona y sargento Lores,  donde había  una hondonada, una zanja, un forado.  El  argumento era ambrosiano porque ese lugar quedaba casi en el corazón de Iquitos.

En ese momento cumbre del debate de los burros se estaba construyendo el mercado Central y el botadero de las  cochinadas iquiteñas iba a quedar en las narices de ese lugar de abasto. Si se hubiera aceptado esa propuesta descabellada, hoy nadie pasaría por esa esquina tomada.  Allí acabarían los  destartalados camiones de la empresa que ahora no puede con nuestros desperdicios. Allí andarían como en sus casas los fecundos y hermosos gallinazos. Allí estarían día y noche los recicladores del presente. Por fortuna, por gracia del cielo,  apareció en escena otro opositor. Era el inspector de higiene en persona y con fundamento, que por extraños razones, por misteriosas circunstancias, no había  dicho esta boca es mía cuando se acordó reunir la basura en el malecón.

En la brillante polémica de brutos con cargo y buen sueldo esa intervención fue peor que el mal. Un remedio que empeoraba las cosas.  La carabina de Ambrosio estalló en disparos seguidos y letales, en una balacera sin cuartel.  El aludido no tenía ni idea del asunto higiénico y propuso, muy campante y tan orondo,  que la basura de los iquiteños no estuviera en esa esquina, sino al  fondo del polígono de tiro. La propuesta desdeñaba no a los deportistas armados, los artilleros que competían ante un blanco inmóvil, sino a las personas que vivían por esos lares.  En esas condiciones,  el jefe de policía edil volvió al ruedo, retornó a la basura oponiéndose tenazmente a esa ubicación peligrosa. No retornó a su propuesta de ensuciar el Amazonas. Auspició otra cosa.

Entonces en la enardecida polémica de los burros, apareció el concejal Rosendo Dávila. A nombre de la casa consistorial, en representación del jefe policíaco, propuso la adquisición de un horno crematorio, una urna de fuego, para incinerar los desperdicios habidos y por haber.  Han pasado 75 años del surtido y jugoso instante de esa increíble polémica, de la efusión de esas propuestas disparatadas, del desborde de argumentos traídos y llevados de los cabellos y las patas. Y los  pobres iquiteños no conocen todavía, en este 2015,   la definitiva solución a ese grave, perpetuo y eterno,  inconveniente  que nubla sus vidas.  Los apolillados espectros de esa discusión inútil siguen entre nosotros, mientras la basura aumenta cada día.

3 COMENTARIOS

  1. QUE HERMOSO ERA IQUITOS ANTIGUAMENTE PARECÍA ALGUNA CIUDAD ITALIANA CON ESAS CONSTRUCCIONES CON AZULEJOS AL ESTILO EUROPEO Y EL TRANVÍA QUE RECORRÍA TODA LA CIUDAD, Y AHORA VERLA TODO ABANDONADO SIN IMPORTAR A LAS AUTORIDADES, CLARO ES QUE LAS VERDADERAS FAMILIAS LORETANAS NETAS DE IQUITOS SE FUERON POCO A POCO MIGRANDO A EUROPA O A LIMA Y LOS GOBERNANTES DE AHORA SOLO SON DESCENDIENTES DE CHACAREROS QUE NO LES GUSTA VER LA CIUDAD LIMPIA Y ORDENADA SOLO VEN EL BENEFICIO DE SUS BOLSILLOS. CHACAREROS DE MIERDA TRAJERON SUS COSTUMBRE DE MIERDA A LA CIUDAD

  2. Que sigan las grandes mayorías instigadas por la prensa vendida a politiqueros baratos eligiendo a incapaces con vocación de comerciantes inescrupulosos en busca de plata a como de lugar y que han hecho de la institución local y regional sus chingana.

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