Escribe: Percy Vílchez Vela
El diestro torero, conocido en los anales de la parranda brava, de los encendidos oles, de los cortes de orejas y de rabos, como el implacable Gitanillo saltó a las arena dispersa del Luna Park. Era como una aparición de fábula ese personaje cuya propaganda juraba que en ese momento era el mejor matador del mundo. Los publicistas de aquel tiempo mencionaban algunos hitos de su biografía, donde destacaba que había competido en los mejores lugares del toreo de ese tiempo. En las repletas galerías del local improvisado, las gentes ardían de coraje, de impaciencia, de ganas de una faena memorable. En el centro del ruedo el arriesgado torero vio aparecer entonces al turbulento animal que era un cebú más bravo que un miura de raza o un rústico ejemplar de la rinconada de Rumococha, y perdió todo ímpetu, toda agalla, y en el acto tuvo a bien renunciar al combate, retroceder sin rumbo, buscar luego la puerta de escape y huir sin tregua hasta su alojamiento.
El Luna Park era uno de esos locales de ocasión que desaparecen luego de la función. Ignoramos en qué calle de Iquitos se alzaba como una oda a lo efímero y a la estafa forastera. La jornada del toreo fue la única que se recuerde en la urbe de los fandangos al por mayor. No hubo más toros en la ciudad, pese a la abundancia de cuernos y de rabonas. Era el 18 de abril de 1948 cuando se realizó la segunda función de la temporada taurina. El fracaso era una repetición de la farsa anterior. El mismo torero con su engañosa pompa salió al ruedo inaugurando la jornada y venció por amplio margen de ventaja, pues el toro se mostró abúlico, remolón, desde que salió al campo de batalla. Nada ni nadie fue capaz de hacerle desistir de su renuncia a la sangrienta pelea con su matador.
Las ovaciones del inicio de la jornada pronto se convirtieron en mofas, rechiflas y peticiones que se devolviera el valor de las entradas. Pero el forastero anunció la una nueva función con el mismo torero y otro animal para dentro de tres días. Nadie sospechaba que todo era una estafa monumental. El supuestamente famoso Gitanillo no era torero ni de oficio ni de beneficio. Era un simple impostor que aceptó hacerse pasar como matador a cambio de un sencillo. Nadie tampoco conocía que el toro perezoso de la primera función había sufrido golpes de parte de unos muchachos contratados la tarde anterior para que perdiera toda bravura a la hora de la verdad. Masacrado, perturbado, el pobre ejemplar ni siquiera vio el trapo rojo y se paseó sin norte por el ruedo sin embestir al pobre Gitanillo que debió temblar de miedo ante una sorpresiva embestida de ese animal inutilizado.
Después de la escandalosa fuga del torero de mentira no apareció más el empresario a pedir disculpas o prometer otra función de la fiesta brava en el mismo Luna Park. El torero se hizo humo y nada en el término de la distancia. El local poco a poco se fue desmontando como si nada, como si le estafa reciente hubiera sido una simple broma. Nadie detuvo ni el empresario ni al impostor. Los forasteros de marras se movieron en la ciudad con toda calma y comodidad, como si supieran de antemano que no les iba a pasar nada, lo que hace sospechar que ciertas autoridades conocían del asunto de la falsa fiesta taurina. Es posible entonces que recibieron algo de las netas ganancias de la supuesta fiesta brava.
En vano los pobres espectadores, que siempre festivamente pensaron pasar un buen rato con la parranda de cuernos y rabos cortados, hicieron sus quejas, sus reclamos, pero no hicieron nada más. Es posible decir que luego rajaron de los forasteros en las cafeterías, en las tabernas, en las esquinas. Luego les agarró el espíritu inerte cuyo consuelo es la frase que dice a la letra qué se va a hacer. Para que la rebeldía iquiteña estalle es preciso más agravios y no una simple estafa torera. Así la patraña forastera pasó a los amplios archivos del olvido. De esa amnesia colectiva le rescató este escriba como una muestra del abuso de ciertos afuerinos que arriban con intenciones dolosas desde el inicio y que, por lo general, se salen con la suya.
La empresa encargada de la estafa era la Compañía Figueroa. No sabemos nada de su biografía o sus andanzas anteriores y posteriores a la visita a Iquitos. Es imposible saber si era legal, si cumplía con los requisitos normales de ese momento. No es aventurado suponer que la mentira del toreo fue un negocio a nivel nacional. Pero eso es otro tema. En el presente, la frustrada fiesta brava en Iquitos es una pequeña industria de la mediocridad forastera, de afuerinos sin brillo que hacen lo que les da la gana en esta ciudad. De esa manera se lucran sin mayores cuestionamientos u oposiciones. No son todos los forasteros, por supuesto, pero lo que más sorprende es la actitud pasiva de los iquiteños que están más preocupados por cosas banales, por diversiones vacías.
Qué bueno que esta lacra no haya logrado progesar en nuestra ciudad. Deberían dejar de promocionar como arte esta tortura.
Los comentarios están cerrados.