El extremista Florindo Alván o Comandante Caimito es tan obeso que no puede valerse por sí mismo y vive echado en su descomunal cama. Desde esa postración perpetua, ese aniquilamiento definitivo, se considera todavía un enconado sudversivo, un brutal terrorista. Y, en el colmo de la estupidez, pretende comandar el delirio de la lucha armada cuando el homicida Abimael Guzmán estaba preso y cuando casi todos los otros líderes de Sendero Luminoso habían sido detenidos. Semejante energúmeno no puede ni matar una mosca pero consigue que sus escasos seguidores o partidarios decidan ejecutar el asalto a un circo indefenso y precario. Ese delirio violentista y risible es el inicio de la sátira al terrorismo senderista, tema central de la novela La comedia de las armas de Percy Vílchez Vela que recientemente publicó editora Tierra Nueva.

El autor de la referida obra encontró el ángulo adecuado en Florindo Alván para carcaturizar al gordo y mofletudo Abimael Guzmán que vivía escondido en casas de la burguesía limeña, tragando como cerdo, bebiendo a lo grande y decretando la muerte de los que consideraba enemigos. ¿Qué clase de líder fue aquel abogado que nunca dirigió personalmente una acción de armas? ¿Cómo pudo pretender dirigir los destinos de una cruenta y cruel guerra si vivía como un prófugo o un cobarde? ¿Qué revolución pudo comandar un sujeto de esa calaña? ¿Cómo pudo desatar el servil fanatismo de sus obstinados seguidores?

Desde la postración de ese voluminoso personaje, que oportunistamente consideraba que Sendero Luminoso iba de todas maneras a tomar el poder, el autor hace una rotunda biografía burlesca de los mediocres criminales que no atinan a entrar en acción. Todos los personajes vinculados a esa facción extraviada son obtusos, sectarios, delirantes. Nada de lo que hacen es serio o contundente. Extraviados en el pueril fanatismo son como bufones de una absurda lucha armaba teorica, una guerra de palabra, mientras los otros asesinos, los que hacían lo que decían, ejecutaban a los que pretendía liberar, lo cual fue un sangriento extravío que enlutó a tantos hogares peruanos.

El alcohólico Sión Alegría es un remedo de combatiente y se alucina imaginando proezas y hazañas que nunca lleva a cabo, viviendo en un improbable futuro disfrutando de una mezquina migaja de poder. El más apto de los combatientes, Santos Indama, naufraga en los excesos de los falsos violentistas y pierde su tiempo en banalidades como sacar del vicio a Sión Alegría. Entre ambos estalla una rivalidad y un encono sin destino que revela las complejidades de la sociedad amazónica y peruana. El único héroe en ese cuadro del absurdo es el delincuente Rogelio Cueva. Este vive casi todos los episodios de la guerra armada y se juega la vida en varias ocasiones.

El cantinflesco Redencio Rabello Virhuez es la exacta burla del intelectual barato y mediocre que viene de otra parte, que pretende imponer a los otros un extraviado credo cultural que encumbra a los mediocres. En ese personaje abunda el resentimiento y el odio del que se sabe inferior y nada dotado para el oficio literario. La guerra de la basura que desata es la sátira a un sujeto que carece de argumentos, que inventa represalias en un afán de sepultar a los que están por encima de él. Su inflada vanidad de batracio le impulsa a entrar en conflicto con el cronista César Cauper y luego, cuando descubre que los otros prefieren a su rival, se vuelve un vendido soplón al servicio de las huestes represivas.

Para completar la cartografía de la sátira el autor presenta a 2 militares que pertenecen a las siniestras fuerzas del ajusticiamiento uniformado que persiguen a los supuestos alzados en armas. Toda una comedia que nada tiene que ver con el coraje, el heroísmo o el verdadero combate. En sus desquiciadas andanzas por el bosque, de pronto, los errantes militares se encuentran con huellas de la presencia chamánica, lo cual extiende el problema de la violencia más allá de los limites esbozados por los corchos senderistas. Estos, sin darse cuenta, acaban embarcados en la guerra entre 2 chamanes. La otra violencia, violencia que tiene siglos y que es ignorada o menospreciada, les atrapa sin remedio.

La única batalla en serio que ejecutan los descabellados senderistas es el absurdo combate por la posesión de las cajas de cerveza, como un risible final de esa guerra de baja intensidad que desató el mediocre Abimael Guzmán. En ese enfrentamiento afloran todos los complejos y traumas de los que optaron por el ajusticiamiento de sus rivales, ocupación que se convirtió en una obsesión para los criminales errantes. Esa batalla por conquistar el botín del licor es el fondo del delirio violentista, es la exageración válida del sectarismo obtuso y cerrado que promovía la supuesta cuarta espada del marxismo. La sátira entonces es redonda y agarra parejo a toda la aberración senderista que estalló debido a los errores y horrores de la conflictiva sociedad peruana.