No fueron las fuerzas climáticas, los cambios de estación, el auge de la creciente o cualquier fenómeno telúrico que hicieron que el lento y demorado servicio de internet no arribara más a la ciudad de Iquitos. Fueron los moradores de Yurimaguas los que se fueron hasta la estación que alimentaba a la dicha urbe y en menos de lo que canta un gallo acabaron con el pésimo servicio. Era una manera de protestar porque una autoridad universitaria no transfería oficialmente los bienes y servicios para que existiera otro claustro. Iquitos quedó aislado del mundo, perdido entre sus propias voces, escuchando a sus mismas autoridades que por aquel tiempo eran cambiados semanalmente y repitiendo sus errores.
En su aislamiento forzado la ciudad volvió a lo de antes, a funcionar con su autismo de entonces, con su sordera de siempre, como si todavía no se inventara nada. Así se implantó el servicio telegráfico para incentivar las comunicaciones, para conocer las novedades de las otras latitudes y para no caer en la peste del silencio o del olvido. La lentitud de quelonio siguió siendo la marca registrada de esa urbe que no pudo obtener nunca más el enlace con la mítica banda ancha. Pronto los otros servicios se marcharon sin pena ni gloria y la urbe quedó en las tinieblas y sin agua.
En medio de ese desastre el medio de comunicación más usado fue la caja de fosforo sostenido por un hilo. El que menos terminó por usar ese aparato sencillo que no costaba nada y que cualquiera podía construir en su cocina. Así fue como la ciudad orillera se quedó a la saga y a la deriva, sin poder competir en nada con nadie. Todo por no poder complacer a los yurimaguinos que soñaban con tener su propia universidad.