La casa pobre y los libros 

Por: Gerald Rodríguez. N

En ninguna casa, por más pobre que sea, en lo más profundo de la maraña, o en el más recóndito lugar del país, en sus casas de adobe o triplay, de pona o estera, no deja presente su ausencia el libro. Objeto sagrado de la sabiduría en estas viviendas donde muchas veces las gotas de lluvia que entran por los orificios del techo caen sobre él y lo delega a ser un objeto totalmente inútil. El libro en la casa puede estar en el mejor lugar o junto a los pilares de periódicos antiguos. En las casas de techo de palmera y triplay nunca he dejado de ver la ausencia de un libro. Nunca está ausente en la casa pobre en donde puede haber desnutrición, un familiar enfermo; pueden estar las ollas vacías, una esperanza en espera, pero nunca puede estar ausente el libro que dignifica la casa como un principio de sabiduría que toda vivienda conserva.

No importa que sea una biblia de bolsillo encuadernado de azul, el libro de mormón; no importa que sea uno de esos libros del Ministerio de Educación, de magia negra o blanca; libro de cuentos regionales o el libro Sembrando de segundo grado de primaria. No importa que el libro sea el que está en la pequeña biblioteca santuárica delegada a un rincón de la casa, porque esta le da el nivel de intelecto, el color de sabiduría que no se mancha con la desgracia de las paredes, ni el olor a enfermo, ni del hambre. En la casa donde el humo invadió el techo, donde los insectos hicieron sus nidos, la biblioteca es la imagen principal de sus poseedores.

En las épocas de mi niñez libresca, la cima de libros que escondía mi padre en el cuarto – alado chispeaban las gotas de lluvia que entraban por los huecos del techo y la cima tenía que estar cubierta con una manta de plástico azul para proteger los libros y revistas – me hizo experimentar la más grande de mis experiencias al descubrir el libro como un objeto sagrado hecho por pequeños dioses. Las voluminosas obras que palpaban me despertaban el más grande de los intereses para descubrir el misterio detrás de esas portadas. Misterios detrás de Las esferas del mandala (1966), del premio nobel australiano Patrick White (1912-1990); o Conversación en la catedral, del nobel peruano Mario Vargas Llosa; o el Doctor Zhivago del nobel ruso Boris Leonídovich Pasternak (1890-1960), entre otras obras literarias que encontraba en la casa, solo me tocaba preguntar, a los siete años de edad, que escondían esos nombres, esas páginas amarillezcas, libros de gran volumen donde solo llegaba a dar, con una ojeada, con nombres sueltos de personas, lugares; historias que en la espalda del libro se resumían y que no me bastaba para quedarme contento con saberlo todo.

Yo siempre, ya en la universidad, me preguntaba de dónde mi padre conseguía esos libros, cómo es que llegaron a ese lugar renegado por él, donde los libros tenían que luchar con las gotas para no mojarse. Revistas, diccionarios, ecnciclopedia, obras literarias, todas ellas deshojadas, maltratadas, viejas y casi esclavas de un destino indiferente, de lectores aspirando a ser escritores y que terminaron en el peor de los fracasos.

En mi peregrinaje de visitantes de casas, andariego de  la selva,  nunca dejé de percibir que si la casa tenía o no sus libros. En mis visitas siempre buscaba el lugar renegado que le toca al libro y no me decepcionaba, siempre encontraba alguna lectura interesante. Según sus gustos, casi nunca encontraba literatura, pero sí lecturas que me pudieron interesar para llenar mi vacío intelectual. Eran casas pobres que de alguna u otra manera tenían sus biblioteca de casa, ya sea el diccionario sin caratula, o la biblia de bolsillo; el libro de recetas o algún manual vejestorio; algún libro del Ministerio de Educación o la revista Selecciones u otras de algún tiempo pasado. En esas casas donde entraba el polvo intruso, donde el sol se llenaba en la casa traspasando los huecos del techo, siempre encontré un libro compartiendo la pobreza y sabiduría de sus dueños.