La melodía del adiós, esa canción cojudona que dice que muy pronto nos volveremos a ver porque es solo un hasta luego, interpreta con nostalgia el antiguo alcalde de San Juan. El mismo fue despedido de su cargo hace tiempo por haber abusado de sus funciones al despedir a tantos trabajadores ediles a fines del 2013. Los desocupados le hicieron un juicio ante la Corte de la Haya, pidiendo que aplique eso de quien a hierro mata a hierro debe morir. El jurado calificado y calificador, que todavía no resuelve el diferendo marítimo entre mapochinos e incaicos debido al cambio climático que altera las coordenadas a cada rato, sancionó ejemplarmente al burgomaestre.
Entonces el antiguo alcalde las vio negras porque primero tuvo que pagar, de la suya, trámites, moras, retrasos, impuestos, tributos, indemnizaciones, propinas, para el cigarro, para la cerveza y demás costos de su arbitrario despido. Luego, bajo vigilancia, tuvo que hacer vida de despedido, desocupado, de varón sin trabajo y sin sueldo o salario o paga. Libre ya de la penitencia el señor aludido hizo trabajo de reciclador en las calles de todos los distritos de la región Loreto. En arduas jornadas, con su costal sobre el hombro, hizo su dinero y puso un bar en las afueras de Tamshiyacu, donde no faltaba el imprescindible karaoke para su propio entretenimiento y la huida de los parroquianos.
Todo el día allí, bebiendo sus aguas, comprándose él mismo, el antiguo alcalde canta la canción del adiós como una liberación del pasado o un exorcismo de la propia culpa. Así se arrepiente tardíamente de su inmadura y arbitraria decisión contra trabajadores ediles, algunos de los cuales tenían 10 años de labor. Dicen los que han estado por su negocio que las letras son tan desgarradas que nadie puede soportar tanta pena y se pone a llorar la desventura ajena.