El rabioso parlamentario mapochino, Jorge Tarud, fue sentenciado por el tribunal de la Haya a cadena perpetua más 23 horas, 15 minutos y 10 segundos, contados a partir de su internamiento en la penitenciaría del Sepa. Mientras su abogado defensor, un tipo que había estudiado por correspondencia la ciencia nada torcida del derecho, pedía clemencia para el sentenciado a cambio de labores de limpieza de la basura iquitense, otro de sus abogados presentaba variadas denuncias contra el general Donayre por pretender invadir Arica, el cocinero Gastón Acurio por meter comida peruana en Santiago, la tigresa del oriente por lo que fuera, los sombreados chinos del monumento de la Plaza de Armas.
El fallo fronterizo entre Perú y Chile todavía no sale debido a ese caballero experto en la cortina de humo, en la perpetua dilatación. Sucedió que ese ya lejano 27 de enero, minutos antes de la hora señalada, el diputado presentó una grave denuncia donde juraba que entre los adustos y serios jueces había un peruano infiltrado. El impostor, de acuerdo a su versión, había estudiado en la antigua Upi y no tenía ni estudio ni clientes ni litigios, pero mostraba un vanidoso cartón en su sala. Cuando se demostró que todo era mentira, Tarud denunció a los mismos jueces que pese a ganar sus buenos euros no viajaron al lugar de los hechos, no habían pescado ni una triste anchoveta y, por lo tanto, no podían fallar ni a favor ni en contra ni todo lo contrario.
Lo que desató la cólera de los jueces hayeros y de la comunidad internacional fue cuando el chileno pretendió demostrar que el lomo saltado era una estafa porque no se movía del plato, que el sudado de pescado era imposible por limitaciones físicas de esas especies que no sudaban ni en el calor y que el calato perro peruano en realidad era de la zona de Antofagasta.