El distinguido tribunal de la Haya, que en conjunto suma casi toda la eternidad, obtuvo bastante prestigio luego del veredicto fronterizo y marítimo entre Perú y Chile. Sumamente complacidas por su estricta observancia a las leyes, las naciones terrícolas, menos los sureños, decidieron que todos los litigios, las vacancias, los desalojos, los tinterillajes, los reclamos electorales, las revocatorias, los divorcios y las pensiones, tenían necesariamente que pasar por esa corte impecable. Fue así como los experimentados jueces vieron incrementado su trabajo. Los domingos desaparecieron de sus agendas. Justamente ese día arribó a la corte desde la lejana ciudad de Iquitos un criminal que anhelaba seguir asesinando.
En el atestado leído por este corresponsal que pasó a vivir en Holanda para seguir el caso, se narra que el señor Tarzán Sánchez tenía desde muy niño un profundo amor al semáforo. En rojo o en verde o en cualquier otro color, ese objeto siempre le despertaba una mística veneración. Es por ello que, cuando estudiaba su carrera de Derecho, le sorprendió descubrir las continuas, descaradas y escandalosas violaciones a ese regulador de tránsito. El ciudadano hizo cuanto pudo para evitar los delitos. Así denunció con pelos y señales a los transgresores ante la policía de tránsito o de caminos, interpuso litigios a más de media ciudad, escribió furibundas crónicas en los diarios locales, y no sacó nada. Ofendido y humillado, herido y desolado, no tuvo más remedio que volverse plomeador esquinero.
El francotirador iquiteño, apostado en una sola esquina y en una sola mañana, se convirtió en el criminal más masivo de la historia humana. El tribunal de la Haya sufre en conjunto, duda y desde hace meses da largas a su veredicto. Hay la sospecha de que quiere castigar con trabajos comunales durante una semana a ese criminal del semáforo.