ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
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De un momento a otro dejamos de verlo transitar por la calle Putumayo, aquella que conduce (¿o aleja?) a la Plaza de Armas de Iquitos. Caminaba con paso lento, como pocos en una ciudad donde el motocarro, si así lo deseas, puede recogerte de la puerta de tu casa. Él, haciendo camimo al andar, cruzaba Iquitos de punta a punta, cuando entre un extremo y otro no había más de veinte cuadras en la capital de la Amazonía peruana. Diríamos que hasta cuando camina tiene la sincronización que es habitual entre aquellos trovadores que combinan la voz con las cuerdas de la guitarra. Total, aún cuando no estaba con una guitarra en el hombro, parecía que era su fiel compañera siempre.
De pronto, dejamos de verlo. Su familia, tan hogareña tal vez, no daba posibilidades de preguntar sobre su paradero. Se había ido, como lo hacen los artistas, como se van los soñadores, como se van los que tienen la seguridad que el puerto llamado canción donde habitan ya resulta pequeño. Para sus sueños, se entiende. La chismografía local -distinta a la farándula- aseguraba que cansado del país había decidido emigrar. Aunque, creo, siempre fue un migrante en su propia ciudad. Claro, como estaba convencido que en sociedades como la iquiteña es improbable sobrevivir tan solo dándole a la guitarra, se fue con su música y sus sueños a otra parte y así fue que Javier Malca ya no estaba con nosotros.
Una noche dejamos de escucharlo y ya Latinoamérica no tenía cómo despertar, digo. Aquellas interpretaciones llenas de pasión en la vereda de la calle Nauta, segunda cuadra, ya habían desaparecido. Su guitarra, quizás prestada como la vida misma, tenía otro lugar y otro músico. Él, se fue con música a otra parte. Escucharlo permitía combinar la protesta con esa melodía diáfana del amor, sin siquiera mencionar la palabra. No sé si él se fue primero que “El Amauta” o ambos dejaron de animar en paralelo las noches inolvidables. Cuando yo empezaba a ganarme la vida con el periodismo, él ya se había ganado el reconocimiento de los que amaban la bohemia. Periodismo y bohemia, felizmente, han estado unidos en Iquitos aquellos años tumultuosos de los 90. Ni eso sirvió para que tanto “El Amauta” -que merece un artículo aparte como testimonio de parte y homenaje a Mario Celi Alleman- como él permanezcan en esa urbe que tiene embrujo tropical. Lo que sí sé es que tanto el local como el intérprete marcaron una época. Javier Malca se había marchado. Y, vaya ironía, lo hizo cantando «…por eso vuelve…» en un lugar que no volverá a ser el mismo y un intérprete que seguirá siendo el de siempre. Extrañábamos sus arpegios, porque el ritmo de sus pasos era un pentagrama a la vida.
Hasta que una de esas noches de pandemia sucedió lo que tenía que suceder. Desde su exilio soñador en un país centroamericano envió un centro como mensaje de texto. Habíamos decidido hablar sobre Pepe Peña con Raúl Vásquez y él, desde la lejanía, escribió unas palabras. Instantáneamente le recordé con todo lo escrito en los párrafos anteriores. Conversamos ese día con la espontaneidad de dos personas que, sabiéndose cronológicamente diferentes, se notan contemporáneos. Y, no podía ser de otra forma, loreamos de sus años en “CantoAmérica”, cuando nadie presagiaba que CentroAmérica tenía reservado para él un lugar en la historia. Conversamos sobre las presentaciones apoteósicas en el FICA y las funciones multitudinarias post juveniles en el único auditorio del pueblo donde sientes que el corazón te late más fuerte y, como el aguardiente, te abrasa el calor. Recordamos comidas y bebidas y, también, personajes que junto a él han compartido escenas y escenarios. José Mendoza, presente, Mario Pinedo, presente, Herman Collazos, presente, Abilio da Costa, presente, Hernán González Polar, presente, y él, Javier Malca, señores, fueron pioneros de la música latinoamericana. Cuando las venas abiertas del continente también sangraban de talento en Iquitos.
Volvamos a él, sin perder la nostalgia. Emigró hace 20 años, cinco meses y 23 días al país de los ticos y allí implementó su proyecto “Clínicas Sin Fronteras”. Costa Rica hoy le agradece. Tiene, me cuenta, más de tres centenares de trabajadores y cerca de 20 sedes. “Es un triunfo de mi Iquitos, de mi Amazonía, del equipo de trabajo que me acompaña, el programa nació a fines de 1989”, me deletrea y sus palabras son melodía para mis oídos. Melodía porque en esta letanía de desencuentros y contradicciones virulentas del virus nos hemos acostumbrado a hablar bien de los muertos y excluir a los vivos. Cuando el canto que necesita con urgencia Latinoamérica es a la vida. No olvidar a los muertos, nunca. Pero necesitamos que todos se enteren de la vida que ha labrado con no pocos obstáculos ese amazónico universal. Como para llenarnos de coincidencias, le escucho: “A veces no creemos en los sueños de nuestros hermanos y se hace difícil desarrollar en nuestra tierra algo que postulaba romper paradigmas. Salir de nuestra zona de confort da miedo y el miedo paraliza. Cuando uno propone algo nuevo no todos tienen la capacidad de visualizar. Ahora estamos rompiendo paradigmas por los resultados conseguidos, porque demostramos que es posible que los profesionales de la salud puedan ganar muy bien sirviendo a la gente”. Toma esa. Ponle en un pentagrama ese entrecomillado y que se convierta en una música de protesta. Porque ese joven eterno -si por juventud entendemos innovación y perseverancia- donde quiera que viva tendrá a Iquitos en la mente y en el corazón. Ciencia y amor, llámenlo si quieren. Y, como la canción, cuando piense en volver, lo hará con el triunfo sobre el brazo y con la humildad en el hombro.
Pocos saben que el proyecto nació en la capital amazónica de América. Que la Beneficencia Pública de Iquitos tomó el modelo y con matices aún lo mantiene. Por eso no pierde la esperanza que pueda replicar en la tierra natal lo que ya es un modelo vital en Costa Rica. Puede ser un sueño. Talvez sea mejor así. Porque si él se fue con su sueño a otra parte bien podría volver para demostrar que es profeta en su tierra, contradiciendo las Sagradas Escrituras que sería, una manera de seguir con la protesta.
Por ejemplo, aquello de “Taxi Salud” es una buena posibilidad de retorno. Consiste en la compra de un carnet con pago único por año equivalente a 150 soles, sin mensualidad y cada vez que el taxista o su familia requieran de atención médica puedan acceder al servicio odontológico y médico. ¿Eso se puede hacer con los motocarristas en Iquitos?, le pregunto y al instante responde: “Pero, claro, claro que sí”. Se puede hacer “motocarro salud” en Iquitos, sí, sí, dice cuando bien podría lanzar un no camuflajeado. “Nadie se preocupa de ellos (taxistas, en Iquitos motocarristas), es gente que aporta a la economía de los países de manera extraordinaria”, me insiste.
Ya han pasado varias semanas desde que conversamosl. Pero hay una frase -y el recuerdo de sus canciones y su caminar por la vereda de enfrente de la calle Putumayo- que me acompaña como un moscardón al oído: “Los profesionales debemos sensibilizarnos, es posible amar a la gente, servir a la gente y ganar dinero”. Tarea para la casa, señor Javier Malca, y como en alguna de sus canciones… “Por eso vuelve… regresa junto a Iquitos”.