Japhy Wilson
Fragmento 6: Modernidad de salvamento
El abandono de las ilusiones de la significación oficial abre espacio para el surgimiento de otros sentidos y posibilidades ocultados bajo el dominio de la racionalidad hegemónica. En su libro sobre el apocalipsis desigual y combinado, Evan Calder Williams identifica nuevos sentidos y posibilidades de esta naturaleza dentro las ruinas del Antropoceno, bajo el nombre de “salvamento-punk”, una estética subalterna y subversiva, que se puede resumir en tres elementos: 1) la reapropiación de los restos de fronteras extractivas, 2) la reutilización de los escombros de la modernidad, y 3) la reivindicación de las historias, prácticas, y creencias de los pueblos más oprimidos, a través de su fusión con las potencias emancipadoras del mismo sistema capitalista que les oprime. Podemos identificar estas tres tendencias en las formas de acumulación, arquitectura, y arte de los pueblos más marginados de Iquitos.
La acumulación de capital en Iquitos está basada en un sistema extractivista ilegal de madera, oro y narcotráfico. Estas industrias ofrecen empleo a habitantes de las periferias de Iquitos. Aunque implica contribuir a la destrucción de su propio ecosistema, trabajar en ellos al menos permite la apropiación de un pequeño trozo de la riqueza robada. Otra opción es involucrarse en el tráfico de tierras a pequeña escala, como participante en las invasiones a las propiedades de los grandes terratenientes que rodean a Iquitos. La violencia directa de estas invasiones puede ser interpretada como una respuesta a la violencia estructural de un sistema que mantiene los medios de producción –en este caso la tierra– en manos de unos pocos, mientras que la gran mayoría de la población de la ciudad vive sin acceso a un terreno propio.
La arquitectura vernácula de las invasiones muestra la capacidad de autogestión colectiva de estas comunidades improvisadas. Trabajando en minga, en corto tiempo limpian la tierra invadida, construyen calles sencillas, y abren alcantarillados y pozos de agua. En Bajo Belén, los carteles de campañas políticas corruptas y los anuncios de automóviles que sus pobladores nunca van a poder comprar son apropiados de forma aparentemente satírica como materiales para construir las paredes y techos de sus chozas. En el Asentamiento Humano “Iván Vásquez”, frente a la inacción del Estado, su población está rellenando el fangal donde la comunidad está ubicada con la basura y los escombros que arroja la municipalidad.
El arte callejero de Iquitos capta el espíritu de “salvamento-punk”. Los buses de la ciudad son camionetas Hyundai de segunda mano, con toda su carrocería removida salvo sus parabrisas, reconstruidos con lata y madera y adornados con los exuberantes colores y diseños de lo que Bolívar Echeverría llama “la modernidad barroca” de las culturas subalternas de América Latina. Los chifas y cevicherías están decorados con murales delirantes que representan la selva como una utopía abundante de recursos extractivos. Y los bares y burdeles de los barrios populares están pintados con imágenes de un surrealismo pornográfico que fusiona elementos de lo humano y lo natural, e influencias de las culturas indígenas y occidentales, en una estética canibalesca. En palabras del curador peruano Gustavo Buntinx, este arte representa a Iquitos como “un apocalipsis hedonista, un mundo crepuscular en autoconsumo festivo, comiéndose a sí mismo, devorando sus propias entrañas.”
Fragmento 7: Festín mortal
Un estudio de Iquitos como capital del Antropoceno sería incompleto sin considerar el impacto de COVID-19 en la ciudad. A nivel global, la pandemia aparecía como un presagio de la creciente crisis de la relación entre la sociedad capitalista y el ecosistema planetario que define el Antropoceno. Y estudios internacionales han identificado a Iquitos como la ciudad con el nivel de infección más alto del mundo entero durante la primera ola. La debilidad y corrupción del Estado local, y la creciente descomposición social de la ciudad, contribuyeron al colapso del sistema de salud y el surgimiento de un mercado negro del oxígeno. El resultado fue un escenario realmente apocalíptico de gente muriendo en las afueras de los hospitales, corredores desbordados de cadáveres envueltos en bolsas negras, y camiones militares botando los cuerpos en una fosa común. Mientras tanto, los moradores de los barrios periféricos de Iquitos, en su mayoría, evitaban ir a los hospitales, debido por un lado a la imposibilidad de acceder a tanques de oxígeno valorizados en 5 mil soles cada uno, y por otro a la percepción de que los hospitales, en lugar de servir para salvar vidas, fueron destinos a donde uno iba inexorablemente a morir. Entonces preferían quedarse –y morir– en casa. Reflexionando sobre la pandemia, un poblador de la ciudad la describía como un “festín mortal.”
Pero a pesar de ser una tragedia, la pandemia también fue una oportunidad. La economía capitalista fue puesta en pausa a escala planetaria durante la primera cuarentena. Como escribía Bruno Latour, “La primera lección que nos ha enseñado el coronavirus es también la más asombrosa: hemos demostrado que es posible, en unas pocas semanas, poner un sistema económico en suspenso en todas partes en el mundo… un sistema que nos dijeron que era imposible de ralentizar o redirigir”. ¿Pero que hemos aprendido de esta lección? Cuando volví a Iquitos después de la pandemia, en junio de este año, la primera cosa que hice fue visitar el puente sobre el río Nanay, que ya estaba culminado. El espectacular puente –el más largo de todo el Perú– terminaba en el huerto de una casa. Y debajo de él había tremendas borracheras.
Este puente sin salida es una buena metáfora sobre el destino de la modernización en el Antropoceno. Y las fiestas en marcha debajo, sin que a nadie le importe lo absurdo del contexto, captaban el delirante y despistado espíritu global de nuestra época. Pero quizás haya algo que celebrar en este desesperanzado goce de una utopía apocalíptica, de esta ciudad ubicada en una de las últimas periferias del capitalismo global, y a la vez en la vanguardia de nuestro apocalipsis planetario desigual y combinado. En palabras del historiador iquiteño, Martin Reátegui Bartra: “De seguro, cuando llegue el caos, el fin del mundo pillará a este pueblo bailando, fornicando, combatiendo… refrescando el cuerpo en la tormenta”.