[Primer documento escrito de Iquitos]:

ESCRIBE: Percy Vílchez Vela


En letras de molde, dentro de un marco de fina madera, deberá figurar algún día improbable en los ambientes de un verdadero museo del ardoroso, achicharrante y calenturiento Iquitos, el primer documento escrito de valía o de importancia. El documento anda perdido por allí, en algún libro del pasado y su mayor atributo es que, pese al tiempo transcurrido, arde todavía en la desconocida e ignorada memoria de la urbe fundada por los Hamacores o Pucahumas. Pero nada tiene que ver con desatadas pasiones amorosas, con encendidas conductas eróticas y con las llamas de alguna furia rebelde, sino con las cenizas de un feroz incendio.

En lo referente al cambio de materiales de construcción, la medida tampoco dio resultados visibles, pues hacia la década del 30 del siglo pasado en la calle Arica había casas con techo de palma. Hoy mismo ese tipo de viviendas no desaparece de la urbe.

En ese pueblerino Iquitos, que ya tenía en su suelo y su cielo tantos ardores, un explosivo incendio no respetó el feriado del 28 de julio de 1865, ni se atemorizó ante las patillas y las barbas de los próceres que comandaron la artillería contra los hispanos. Y arrasó parejo, gracias a un energúmeno que se puso a jugar con juegos artificiales, ignorando que trataba de manipular el mismo fuego, porque cerca estaba un ambiente surtido de peligrosa y nada festiva pólvora. Las ardientes llamas no se hicieron esperar y se llevaron una finca que era propiedad estatal y donde funcionaba el local de la Comandancia General. Así mismo el provocado fuego acabó con las armas, el correaje, el vestuario de la tropa marinera. El monto de las pérdidas ascendía a la respetable suma de 5,000 pesos contantes y tintineantes. Pero eso no fue todo el drama de entonces.

Porque entre las víctimas de semejante hecho candente estaban los empleados estatales y los comerciantes que no pudieron salvar sus pertenencias y las variadas plusvalías con que engordaban sus arcas. La suma de esas pérdidas ascendía a 45 mil pesos, también contantes y muy sonantes. En total el siniestro se llevó 50 mil pesos sin retorno. El espectáculo de las cenizas no era nuevo en la remota región de los bosques, donde el fuego cumplió un importante papel en las guerras y en la desaparición de bienes como aquel siniestro que ocurrió en el pueblo de La Laguna que se llevó 100 años de obras, de libros y de documentos, gracias a un cura que en tiempo de pascuas se entretuvo en jugar con cohetes. O como la quema de libros y de documentos que el superior de los jesuitas, Francisco Aguilar, propició entre sus subordinados que iban en desgarrado destierro hacia las ciudades italianas. Pero en esa aldea el incendio era un hecho novedoso que debió aterrorizar a los moradores oriundos y mestizos que la habitaban. En esas condiciones es que apareció ese primer escrito.

En el enrarecido ambiente de cosas quemadas, afectado por el olor a chamuscado, el marino Federico Alzamora, el hombre clave del arribo de los implementos estatales que cambiaron el rostro de esa aldea y que tenía el alto cargo de Comandante General, redactó un informe de polendas. En el tenor del mismo, el aludido culpaba de la tragedia a los encargados de resguardar la seguridad del departamento. O sea al gobernador y a los altos funcionarios que no se dieron cuenta que no se podía ignorar que en la urbe había pólvora hasta para regalar. Era pertinente realizar una pesquisa o una investigación para determinar con exactitud al culpable o los culpables que no estuvieron a la altura de sus cargos. Hasta que saliera el pertinente informe el marino Alzamora tomó sus medidas para evitar para siempre el fuego.

Para la concepción del marino el incendio en Iquitos hizo su agosto debido al patrón de construcción de moradas. Para evitar futuros siniestros, con o sin pólvora de por medio, propuso un cambio en las costumbres de edificación de esas viviendas. En el futuro no muy lejano los moradores no deberían usar las frágiles hojas de palma ni las cañas en las paredes de sus casas. Sin perder tiempo, Alzamora ordenó a quien correspondiera que el Estado bajara el precio de los ladrillos y las tejas fabricadas en ese lugar para que la gente pudiera adquirir esos nuevos materiales. Era importante que en un medio tan ardoroso, con una constante brisa que podía ayudar a propagar el fuego, se ejecutara esa mudanza. Pero la medida no tuvo éxito, pues la ciudad fue una hoguera tomada por tantos incendios que le afectaron a lo largo y ancho de su historia. En lo referente al cambio de materiales de construcción, la medida tampoco dio resultados visibles, pues hacia la década del 30 del siglo pasado en la calle Arica había casas con techo de palma. Hoy mismo ese tipo de viviendas no desaparece de la urbe.

En el imaginario caliente de los pobladores de entonces no se extinguía la novedad del arribo de los barcos a la isla de Iquitos. Un año hacía que esas naves habían arribado con tantas cosas y con el señor Federico Alzamora que vino en el Pastaza. Todo seguía cambiando cuando estalló el siniestro. La idea de los bomberos voluntarios, servicio que demoraría una eternidad en instalarse en la ciudad, ni siquiera se le ocurrió al uniformado. El documento arribó al despacho del Ministro de Estado de esos días y no sabemos su destino final. Lo único que sabemos es que ese escrito inicial no fue enviado a su destinatario desde Iquitos. El señor Francisco Carrasco tuvo que viajar hasta el Pará para enviar ese documento. La fecha de ese envío fue el 5 de setiembre de 1865, cuando faltaba poco para que el señor Francisco Emilio Fernández publicara en Lima el folleto titulado Progresos del apostadero de Iquitos.

Nosotros, en una lectura personal de esa tragedia veintiochera y patriótica, ensayamos una explicación tardía pero válida. Los dioses del bosque, las diosas de las aguas, debieron castigar a nuestros antepasados por celebrar una fiesta importante, olvidándose de que la gesta de la emancipación del poder forastero también fue una hazaña local, una jornada de las armas que tuvo como escenario lugares del boscaje. Ese vacío histórico hasta ahora abunda en la Amazonía y cada año tantos se olvidan de ese legado de la liberación.