Los avisos de publicidad lanzaban agresivos mensajes de la navidad como queriéndonos imponer una felicidad impostada como cuando una fuerza una sonrisa en una fotografía en una boda o un bautizo. La publicidad, edulcorada por estas fechas, giraba alrededor de familias con rostros chinos de contentos (parece que la felicidad fuera patrimonio de las familias tradicionales con hijos o hijas, las otras familias no están), reseñan breves y dulzonas historias de retornos a casa de hijos en el forzado exilio, pero de los exiliados que vuelven a sus países de origen parecen que no existieran (la morriña es sólo visible de un lado), se explotan las emociones de manera chapucera, casi triturándolas. Había hecho planes muy puntuales para este ritual de paso anual, dadas las circunstancias de la austeridad y despidos impuestos en la chamba, pero como impedir que las niñas no se generen expectativas sobre sus regalos de estas fiestas si miran la tele en estos días que no van al colegio (ese monstruo de la pantalla chica). En los telediarios las noticias son bipolares pasan del hambre de las niñas en África de un campamento de refugiados al exquisito caviar ruso o a los langostinos que se comerán en la noche de Navidad, hala al exceso banal que no construye solidaridad [cada familia en estos fastos se gastará un promedio de doscientos euros, es uno de los titulares de las noticias que nos remachan en la cara pelada]. Esa falsa situación de la realidad virtual y real me ponía tenso, intranquilo, me generaba insomnios descomunales y ardores estomacales. Sí apenas llegamos a fin de mes, me reprochaba. Laura tampoco pegaba ojo. Vivimos en una eterna precariedad, me masculló compungida un día después de hacer el amor y lloró casi en silencio para que las niñas no la escucharan. Confieso que me pilló con la guardia baja y no supe que responder, me sentí hecho un huevón y quedé como tal. Solo atiné abrazarla, besé su frente, sus cabellos olían a sudor fresco. Una mañana antes de la navidad el jefe de ella, un tipo gordo sin gracia, calvo sin resignación (se ponía peluquines y camisas rosadas), sonrisa siniestra y con poca empatía con la gente en una reunión de trabajo les dijo que ella y cuatro personas más estaban despedidas, a la puta calle. Nos dejó un mal sabor de boca la noticia. Un varapalo. Una putada. Luego de un momento de crisis decidimos que a Almudena y Blanca no les borrara la grácil sonrisa infantil de las fiestas.

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