[Víctimas de la creciente:]

La merma o vaciante  de todas maneras arribará este 2015. Está en la biografía de los ríos selváticos que los caudales disminuyan cada año.  La actual creciente así se irá pero las cosas no volverán a ser las mismas. Los estragos de las aguas subidas  quedarán como marcas indelebles. Los gastos en esos puentes endebles, precarios,  por ejemplo, serán una irrecuperable resta en los presupuestos de tantas entidades. Pero quedará una imagen perdurable que nunca pensamos ver en tiempo de inundación. Nos referimos a hombres y mujeres viviendo en los techos de sus viviendas. Aunque sea difícil de creer, esa es la manera como esos moradores lograron evitar los estragos de la creciente. El mismo fue el último recurso, la salida agónica, que encontraron ellos  y ellas mientras los otros damnificados eran atendidos por las autoridades con puentes, carpas y a veces alimentos. Para los habitantes de los techos no hubo nada, ni siquiera una visita de cortesía.

En acrobáticas maniobras al borde del abismo, en arriesgados  movimientos  diarios, quedaron condenados algunos moradores del lugar nombrado Puerto Salaverry. Era ya el tiempo de la creciente de este  año y ante el desborde  indetenible de las aguas, ellos y ellas se vieron precisados u obligados a escapar hacia los techos de sus viviendas. En  esas zonas incómodas, como equilibristas precarios de última hora, tuvieron que quedarse durante meses, soportando todo tipo de incomodidades, de maltratos, de inconvenientes. Desde esas alturas peligrosas, en condiciones precarias, cercanos al incidente fatal, vieron pasar los días con sus noches y los meses con sus semanas sin que nadie acuda a auxiliarlos.  Las autoridades correspondientes habían prometido ayudarles en su momento, pero nunca aparecieron y los techos se convirtieron en el salvataje de emergencia, en la   última defensa del desastre que este año tuvo tantas víctimas.

El episodio de los moradores viviendo en sus propios techos es posiblemente la imagen más dramática de la creciente de este año.  Esa imagen,  deleznable desde donde se le mire,  supera largamente los inconvenientes sufridos por tanta gente ante las agresiones de la inundación. Revela la imagen de marras que en plena ciudad de Iquitos, cerca al centro y su desatada  vida comercial, unos seres humanos no tenían derecho a ser atendidos con puentes, carpas o alimentos. Esos moradores de ambos sexos que usaron sus techos para salvarse se convirtieron así en los parias o los desheredados de las ayudas o apoyos que las distintas autoridades implementan desde hace tiempo para atender a los tantos damnificados por las inundaciones.

El hecho de que los habitantes de ese lugar porteño no tuvieran derecho a nada y, que en el colmo de la desesperación,  tuvieran que usar sus techos para no sucumbir, revela el colapso del plan de atención a las víctimas de las aguas.  Como sabemos ese plan no obedece a estudios o cifras sino que obedece a la filosofía del peor es nada, o al impacto de las protestas de los que contemplan arribar a las aguas. Se puede decir sin exageración y sin abuso que la atención se relaciona con el grito o con la bulla más que con una real lectura de los acontecimientos. El funcionamiento de ese plan, por otra parte, tiene sus bemoles, sus fisuras, sus grietas, y en ciertos casos más parece una manera que han encontrado las autoridades para lucirse en las fotos, para pasar por filántropos como si el dinero que gastar saliera de sus bolsillos.

Ocupados en lo contingente y no lo esencial, esas autoridades pierden el tiempo cada año, imaginando que no hay otra salida para pasar los meses de inundación. La creciente existe desde que existe la Amazonía. Más que un asunto natural es una cuestión cultural. Somos del agua más que de la tierra. En otra parte hemos escrito sobre las maneras como escribieron los misioneros sobre las destrezas de los oriundos para manejar ese tiempo fluvial, también hemos escrito sobre las maneras como ellos y ellos, lejos de convertirse en víctimas, sacaban partido de esas aguas elevadas. La desgracia de la creciente comienza en el desconocimiento garrafal de nuestra propia historia.

El padre Samuel Fritz fue el único mortal que durante 3 meses se la pasó echado en una especie de barbacoa elevada. El mal que padecía y el desconocimiento de la gravedad de la inundación que se venía  le hicieron elegir esa salida. Nadie más hizo eso en ese entonces. Los demás, ante del desborde de las aguas, o bien se atrincheraron en sus viviendas o bien se refugiaron en las tierras altas. Es decir, dejaron sus lugares habituales para evitar los inconvenientes que se venían. Siglos después, los moradores de Puerto Salaverry parecen imitar al jesuita que no tuvo tiempo de encontrar un lugar adecuado para pasar la inundación. Pero Fritz era un forastero que tenía derecho a equivocarse. Los habitantes de sus propios techos  de ahora son de estas tierras. Y no pueden por ningún motivo salvarse de esa manera de una inundación.

La terrible imagen de habitantes refugiándose en sus techos para escapar de la creciente quedará en las memorias como el instante del fin de todo un asistencialismo efímero que nunca quiso tomar al toro por las astas. Ese asistencialismo que es un gasto sin retorno y  consiste en el puente, la carpa y algunas atenciones a los damnificados, ya fue. Cada año se repite como un círculo  vicioso y sin salida. No estaba condenado a durar como una estrategia eficaz. Y hacia agua desde hacía  tiempo y en este 2015 encontró su crisis en los moradores que se vieron precisados a usar sus propios techos para no sucumbir ante la creciente.