Uno de los textos que más me impresionó cuando estaba en la universidad fue “Prosas apátridas” de Julio Ramón Ribeyro. Muy atípico para el contexto peruano de entonces. Para decir con el lenguaje de estos tiempos había una ética y una épica al desarraigo que me caía como anillo al dedo. Recuerdo que en el curso de Lengua y Literatura de la magra universidad hice un análisis de una de las novelas de Ribeyro. El profesor me felicitó, ahí me di cuenta que el Derecho tal como me enseñaban era realmente aburrido y que la literatura me daba más satisfacciones, al menos desde el punto de vista vital. En ese entonces había leído mucho de Ribeyro. Sus cuentos magistrales de “La palabra del mundo”, sus novelas, sus ensayos en “La caza sutíl”. Se le reprochaba que fuera más cuentista que novelista, tenía mis reparos a eso. Pero lo que más sacaba punta de él era su actitud frente a la literatura, muy diferente o diametralmente opuesta a la de Mario Vargas Llosa. Julio Ramón era más reservado, al menos, no aparecía a cada momento públicamente. Como si temiera los flashes y la invasión de su vida privada. Seguro que levantaba barricadas para que pocos ingresaran a ella. A lo largo de “Prosas apátridas” lo que se rescataba es ese flaneur que llevaba dentro, término acuñado por Walter Benjamin, para describir a ese paseante que va brujuleando casi todo. Además de gran observador. Todavía recuerdo algunas de sus prosas como cuando él paseaba por París y tenía que ir como mucho recelo de no pisar las mierdas de los perros que estaban por toda la acera (en Madrid pasa igual por la negligencia de los dueños de los perros) o del desmedido amor parisino hacia estas mascotas. Su experiencia como botones en un hotel o su referencia a las azafatas de vuelo – cada que subo a un avión me acuerdo de esa apostilla ribeyriana. Me gana una lámina de nostalgia recordar ese libro de color naranja que no salía de mi mochila de esos años en la universidad. Lo borroneaba y bebía una buena prosa.