Todos los jóvenes de mi generación –disculpen la generalización, aunque Luis Alberto Sánchez decía en el libro “Perú: retrato de un país adolescente” que toda generalización es injusta- hemos escuchado “Flor de retama” y aquella letra a modo de himno “La sangre del pueblo tiene rico perfume; la sangre del pueblo tiene rico perfume; huele a jazmines, violetas, geranios y margaritas; a pólvora y dinamita. carajo…”. Bueno, bueno. Una cosa es tararearla en el hall de un hotel, en el pasadizo de la universidad y otra muy distinta, tremendamente distinta, hacerlo en la esquina de una plaza, de la de Huamanga o, en lo que fue el cuartel “Los cabitos”. Pues ahí la sensación o insatisfacción es diferente. Por esos lares anduve con esos cánticos los primeros meses de trabajo -¿relajo?- como jefe de la Oficina de Comunicaciones del Congreso de la República.
La ciudad de Huamanga es maravillosa. Por su gente, sin duda. Tanto en las audiencias públicas como en las ceremonias simbólicas. Jóvenes que al borde de la imploración hacen la petición de servir a la patria cuando ha sido precisamente la patria que no les ha servido mucho. O, para nada. Pero para un selvático que tenía la imagen del ayacuchano medio desarreglado y percudido en el vestir fue gratificante encontrar a gente progresista. Gente que a pesar del olvido cree en el Estado y aún tiene esperanza que el futuro será mejor. Muchachos cuyos padres y madres han sobrevivido a la violencia terrorista y militar y policial y, sin embargo, siguen en la lucha por desarrollarse. No han perdido la alegría y tampoco sus tradiciones. A pocos metros de la plaza principal, un día cualquiera, oriundos y visitantes dan rienda suelta a su alegría con los acordes del huayno en vivo donde todos saltan y gritan de la manera más divertida. Y no se hacen paltas con lo serrano, ni lo selvático, ni lo extranjero.
Y qué decir de Mamangélica, una madre que perdió a parte de su familia hace tres décadas y sigue con la esperanza vívida. Con ella, un grupo de ayacuchanas, tienen un templo donde a pesar de los desaparecidos, del recuerdo de torturas y las fotografías de los tíos, sobrinos, nietos, padres, madres, se canta a la vida. Les han robado algunos familiares pero nunca la sed de justicia que es, como ya sabemos, diferente a la de venganza. Ver a Mamangélica derramar unas cuantas lágrimas por el ser querido desaparecido treinta años atrás es una lección increíble. Y uno, mandando al diablo al protocolo, admite el sabor salado de unas lágrimas derramadas detrás del lente oscuro ante la mirada tierna de la congresista Marisol Pérez Tello y del rostro compungido del loretano Víctor Isla Rojas. Permanecer por breves momentos en lo que fue el emblemático cuartel “Los cabitos” y saborear la comida serrana brindada por los lugareños ha sido una de las mejores experiencias. Ayacucho es el mejor pueblo del Perú. En sus pobladores se resume el país. ¿Es una exageración? Puede ser. Pero termino esta entrega con una frase que no es para nada exagerada y grafica la verdad: Después de estar en Ayacucho, en “Los Cabitos”, con Mamangélica y todos los que creen en su lucha, uno es otro. Sin duda.