La aparatosa fiesta de San Juan del 2015 pasó a la historia como el momento en que las entidades y las autoridades de una vez por todas se dejaran de cosas, de falsías, de simulacros, de hipocrecías y decidieron celebrar al santo patrono de manera particular. Es decir, cada uno por su lado. De una manera radical suprimieron a los otros de los eventos programados, de los concursos, de las premiaciones, y así fue que se vio una celebración extraña, aislada, solitaria, refractaria a los otros, donde reinó la simple egolatría, el ímpetu vanidoso, como si esa parranda podría tener un solo amo y señor.

Era, pues, el mes de junio y cada quien buscó su local para el bailongo, hizo su propia programación, mató sus gallinas, invitó el seco y volteado, rajando de los demás. Era la hora del aislamiento y la fiesta continuó hasta las últimas consecuencias. En ese silencio o ese desprecio no faltó alguien que para aislarse de los otros, para no mezclarse con los demás, hizo su celebración en una balsa ubicada en medio río. Desde esa ubicación, mientras hacia su parranda, trató de coronarse como el único y auténtico rey de San Juan, suprimiendo a los demás personas que también querían celebrar al patrono oficial de la Amazonía.

Ante ese triste espectáculo, los moradores de Iquitos y sus alrededores se vieron en la urgencia de cuestionar de raíz esas conductas ridículas  y en sendas y ruidosas reuniones decidieron acabar con la parranda de San Juan. Para siempre. Así el santo patrono fue desterrado al monte, se acabaron los juanes en junio, se terminó  la célebre chicha en los cántaros, y fue de esa manera cómo las entidades se quedaron con las manos vacías y sin nadie a quien marginar.