En un monstruoso viaje, realizado en frágiles canoas sin quilla, andando pie por abruptos caminos, nadando de orilla a perilla, abriendo trochas a machetazo limpio, tumbando árboles milenarios con su hacha de piedra para improvisar puentes, enfrentando cuerpo a cuerpo a feroces tigres, asaltando cocinas con sus ollas en el juego y buscando construir un barco de emergencia que siempre naufragaba cuando le echaba al agua, el señor Edwin Zevallos trató de repetir el viaje de don Francisco de Orellana, pero al revés. Todo para radicalizar su enconada protesta contra todo lo que fuera museo.
El empresario y político aludido, ciudadano exitoso convencido hasta la médula que un museo era una depresiva sentina de vejeces, una fosa común de cosas añejas e inútiles, se había retirado de la militancia política donde no consiguió ni una regiduría, y se dedicaba en ese entonces a ver sus negocios entre los que destacaba la niña de sus ojos, la perla de sus diamantes, la discoteca Apolo donde la bronca, la botella rota, era causa corriente y de amanecida. Todo hubiera seguido igual en su vida, pero tuvo la ocurrencia de hacer una visita al llamado Museo Iquitos. No debió hacer eso, dicen ahora sus asesores, seguidores y yuntas que se lamentan por la misteriosa desaparición de hombre tan capaz.
Era su afán inicial demostrar, con cifras, con datos y con argumentos irrebatibles que se había desperdiciado dinero en poner en marcha un local así, en vez de fundar una discoteca comunal para satisfacer la inquietud intelectual de los adolescentes y jóvenes y viejos que preferían el karaoke, la parrillada, la tonada, el tongo, el vacilón, el cubilete, el parrandismo, lo pirañesco. Así que iba y venía lápiz en mano, cuando de pronto se tropezó con una de las quirumas o errores que pululaban por allanga, Era un dato falso, Era el dato sobre la muerte de Orellana.