Javier Dávila Durand, el sujeto. Un ser humano que es capaz de escribir poesía adquiere la inmortalidad. Un hombre, disculpen las feministas, que es capaz de encerrarse para liberar su pensamiento a través de la palabra merece no uno sino muchos homenajes. Un poeta, disculpen las poetisas, que ha escrito “CRÓNICA SOBRE LAS MUERTES DE PUCALLPA” merece que se escriba su nombre en todas las antologías. Más allá de todo eso, de todas las cosas que emprendió, ya es hora que en la ciudad de Iquitos se concrete un “paseo de los poetas” donde su nombre esté en primera fila. Necesitamos más poesía y menos hipocresía. Para ello tenemos que reescribir cuantas veces sea necesaria las creaciones de todos aquellos que, como Javier, han inmortalizado con palabras lo cotidiano. Hoy que se le rindió homenaje es bueno que no se quede en discursos y de la palabra, a veces fácil, se pase a la profunda, como los poemas de él y de sus antecesores y sucesores.
A la distancia he podido acercarme a la obra de Dávila. Quizás esa misma distancia que él ahora tiene entre su memoria y la resaca de todo lo vivido. El Alzheimer, señores, está destrozando la mente -y con ello el cuerpo y alma- de ese hombre que hizo de la mayoría de su vida una eterna poesía. Dirán que exagero. Y no podré negarlo. Como tampoco podrán negarlo quienes nunca lo valoraron. Aquí toda exageración no es una ofensa. Tampoco una defensa. En estos días de homenaje tardío y cuando quizás ya haya llegado el hastío a la vida de Javier, he recordado sus lecturas, sus poemas y su caminar pausado por las calles del mundo. Y en ese andar, releyendo su poesía, he tropezado nuevamente con Shólojov, el grande y olvidado escritor ruso.
Hay un libro que pasa desapercibido con título llamativo y que cayó en mis manos por mis años de estudiante juvenil: Ellos lucharon por la patria, del escritor ruso Shólojov que, en una de sus páginas, se deja leer: “¡Era todo fuego ese muchacho! Un verdadero secretario del Komsomol, como no había otro en el regimiento. ¿Qué digo en el regimiento? ¡En la unidad más grande! ¡Y como incendió el tanque! Este ya le había aplastado, enterrándole medio cuerpo; le había machacado todo el pecho… Le brotaba sangre de la boca, yo mismo lo vi, y él se incorporó en la trinchera, muerto ya, con el último aliento, y lanzó la botella… ¡Lo incendió! (…).» Se refiere al joven Kochetígov, todo un símbolo en la revolución rusa. El autor narra cómo es que se salvó a la patria, entendiéndose la misma no como un pedazo de territorio sino como un sentimiento de pertenencia colectiva para encontrar el bien común, también colectivo.
Para quien escribe estos “Caminos de la vida” Dávila y Shólojov tienen no sólo el buen escribir en común. Quizás, también, el olvido sea lo que marcó parte de sus vidas.
Pañuelito, como se le (des)conoce también a Javier Dávila, ha escrito esta línea en uno de sus mejores poemas: “Entonces la patria se ha salvado”. Ya no se podrá salvar la mente y memoria de Dávila por esa enfermedad degenerativa que se le ha subido en el cuerpo y atacado su memoria. Pero quedará para siempre Emigdio Córdova. Sí, como él dijo “que nadie olvide este nombre calificado por el pueblo) agitaba la bandera y ordenaba sudoroso: «a la plaza, todos a la plaza». Y a la plaza nos fuimos presurosos esquivando guardias, pelotones armados, vehículos blindados, fuego graneado. La plaza de armas de Pucallpa se veía hermosa y soleada. Su imagen cósmica fue violada
por los campesinos que la tomaron como sitio para defenderse, para alzar los puños victoriosos”. Claro, ya nadie recuerda que un febrero de 1986 hubo una masacre en la tierra colorada. Ahí está el poema de Javier para recordarnos: “La fecha. El 9 de febrero no será más un día cualquiera. Tiene que ser rojo en el calendario como la sangre que la grabó el año abrupto de 1989. Febrero es un mes aciago en todas partes. Los ríos de mi Amazonía se desbordan en febrero y casi siempre la tragedia empieza el día 9. Febrero es un mes que hace trizas la vida. Pero los campesinos de Ucayali no tienen tiempo de creer en fatalidades. Por eso ardíamos de contentos, como el sol, y así nos olvidamos de que se debe desconfiar de los que ofrecen mucho, de los que prometen todo, y otra vez aprendimos que al pobre siempre le dura poco la alegría”.
Javier Dávila, presente, como lo gritaban los muertos de ese día. Él camina por las calles de Iquitos como recogiendo sus pasos en una ciudad donde paseó su palabra, su tertulia, su prosa. Mirando “como se miran los que van a terminar enamorados”. Y él siempre estuvo enamorado de Iquitos. De Pucallpa, también. Por andar enamorado de más de una ciudad recibió fuego graneado de más de uno. Su casa -que no tenía puerta para sus amigos- era una fiesta. Dicen los que más le conocen que la sala, dormitorios y, sobretodo, la cocina, era una completa locura. No lo dudo. Porque si en la cocina las ollas y platos siempre estaban a disposición de los comensales, en la sala la máquina de escribir estaba a disposición de los que sabían de verbos y sustantivos. De predicados y adjetivos, también. Se extraña, esos encuentros y desencuentros
Seremos más felices el día que a nuestra bandera la puedan izar los campesinos y la gente del pueblo. Que no sea únicamente patrimonio de militares y autoridades civiles encumbradas. Que ese acto “patriótico” no sea exclusividad de un oficial condecorado que levante la bandera en la mañana y lo baje un soldadito inocente al atardecer.
Si los rusos tuvieron su Kochetigov inmortalizado por Shólojov, nosotros tenemos nuestro Córdova inmortalizado por Dávila. Por eso ambas patrias tienen que salvarse. Y, como para combinar música y literatura les invito a escuchar este tema, como implorando a que la poesía de Javier sea musicalizada para cantarla y bailarla, dándole alegría al corazón.