La irrupción política de un sector de izquierdas en España ha movido el piso a los partidos “tradicionales” que han gobernado en el Reino desde los finales de los setenta. Para los actuales momentos los partidos tradicionales o de la casta se han quedado sin relato – como Humala y sus huestes en el último tramo de su gobierno con el “sobreprotagonismo” de su cónyuge, muy lamentable por cierto. Pero a pesar de estos resultados electorales que pudieran sonar a un aviso de navegantes, los miembros de esos partidos siguen comportándose como si nada hubiera ocurrido y no quieren cambiar, siguen erre con erre, que las cosas que queden como están. Cambiar para que nada cambie. Se manejan con grandes dosis de autoritarismo y cínica complicidad (de ambos partidos de la casta como también se les suele llamar). Es dos componentes, entre otros, es la herencia de la transición política española. En medio de esta crisis la corrupción asola en todo el territorio del Estado, situación que genera, como no, desafección ciudadana y se entiende. Es rabia e impotencia. Quienes han sido cuestionados por su conducta de cara al erario público son premiados en puestos (con grandes sueldos) en compañías como Telefónica o compañías eléctricas, esas puertas giratorias que siguen dando vueltas, de lo público a lo privado se pasa sin rubor. Quien mal empieza, mal acaba. La transición política transcurrió con mucho miedo en el cuerpo y con una pesada herencia autoritaria que en lugar de despejarse de ella la han robustecido los partidos PP y PSOE. El secretismo, la opacidad, el hablar a media voz es un emblema de la democracia española (siempre pensamos los que no somos de aquí que los y las peninsulares hablan gritando, se equivocan, hay temas que lo hacen con la boca pequeña y en murmullos). Si no cambian serán devorados por otros partidos que han irrumpido en este escenario de grave crisis institucional y moral.

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