ESCRIBE: Jaime A. Vásquez Valcárcel
La penúltima estación en París indicaba visita a la Plaza Luxemburgo. Ya con las maletas listas para retornar a Milán, ya retirados del hotel parisino. Llegamos al inmenso parque y bromeo con mi sobrino Iván, quien gusta mucho del cine, tanto así que fue a una sala en Milán donde estoy seguro fue muy poco lo que entendió porque todo el lenguaje era italiano. “Qué dirías cuando se cruza con nosotros Sofía Loren”, le digo mientras iniciamos el recorrido. Y le hago esa broma porque ni bien llega al lugar uno piensa que es protagonista de cualquier película donde se muestra el paisaje francés. Los árboles otoñales, el cielo cubierto con amenaza de lluvia, los pájaros a media altura, los hombres y mujeres paseándose tan distraídos como los perros que llevan de la correa. Todo es cinematográfico.
Y tan solo entrar a la plaza tienes al frente una laguna rodeada de sillas metálicas. Todos la usan. Nadie intenta llevarlas más allá de lo permitido. Y la pregunta inevitable: ¿por qué no podemos construir un ambiente similar en Quistococha? ¿Por qué, por qué? Y una foto con la edificación como fondo es inevitable. Y mientras pensamos miles de cosas se aparece la figura que faltaba para completar la escena. Qué figura. La estrella en el firmamento. Parece un sueño. Se asemeja a una cinta. “Es el mayordomo de Batman”, me dice Iván, el sobrino cinéfilo que nos acompaña en el periplo parisino. Sigo asombrado y él añade: “¿Te acuerdas de una película sobre nazis que compramos en Polvos [Azules] donde se persigue a un hombre y se esconde en todos los lugares posibles hasta que termina muerto?” Caigo en cuenta. Es una de las mejores películas sobre la barbarie nazi, sobre el papel de la Iglesia Católica en ese período y más.
Señoras y señores a un metro de distancia, sentado en una silla casi como un director de cine, en pleno proceso de maquillaje y a pocos minutos de iniciar la grabación de una escena del film El doctor Morgan –una producción germano gala donde tiene el papel protagónico– está Sir Michael Caine –el título le otorgó la corona británica por su prestigio y calidad actoral, además de obtener dos Óscar como mejor actor de reparto–, quien en 1964 inició su carrera actoral en el cine luego de pasar por el teatro. Aquí me quedo, digo. Y una asistente me indica que debo alejarme. Le digo que me permita una foto y me indica que antes de la grabación es imposible por el carácter de Michael. Entiendo. Más de noventa minutos para una escena donde Caine habla con una señorita en un parque, mientras pasan atletas de ambos sexos, niños con abuelitas paseándose junto al perro del hogar, hombres que hablan. Todos ellos como extras. Observo un movimiento de más de cien personas: unos sirven sánguches, otros alcanzan agua, algunos llevan butacas mientras la directora anuncia el inicio de la grabación. Por lo menos seis veces se grabó la misma escena y en cada una de ellas uno se siente parte de la producción. Porque, entre otras cosas, este periplo por Luxemburgo ha coincidido con el trabajo de uno de los actores como Caine. Terminado su trabajo se aleja y, a pesar del personal de seguridad, corro hacia él. Deletreando alcanzo a decirle: “Latinoamérica, Perú, somos de Perú, una fotito mister”. Él, mira a mi sobrino con la cámara y sonriente responde: “Pérou, Pérou, ahhhhhh, ahhhhhh”. Nos tomamos la foto ambos. Es un día cualquiera en este parque. Y yo, en el vuelo de regreso de París a Milán, recuerdo esta película sobre nazis llamada La sentencia.
Pro & Contra, 8 de noviembre de 2011