El otro día leía en diario un avance de la novela de Jhumpa Lahiri, escritora de padres bengalíes aunque ella nació en Londres, se crió en Estados Unidos. La narración era sobre sus deseos y ganas, del personaje, de aprender el italiano y hablarlo. A lo largo de ese monólogo decía resumidamente que ella al aprender otro idioma se sentía y acentuaba que era extranjera, por más que haya vivido en los Estados Unidos pero se sentía ante una tierra extraña, me recordaba a sus relatos en “Tierra desacostumbrada”. Son historias muy bien machihembradas entre sí. En una entrevista llegó a afirmar que el inglés es como una madrasta para ella. Ese soliloquio de la personaje mujer, fue para mí casi una gran llamarada lúdica, fue un punto de encuentro a lo que vivía, vivo y siento en este exilio voluntario. Sí, hay momentos que para acentuar que eres ajeno a la tierra que estás pisando necesitas escuchar, pronunciar o leer otro idioma. Me pasa eso. Antes de venirme a la península decía a mis amigos que el primer badén en estas tierras sería el idioma, y de hecho lo es. Hay puntos de encuentro pero también de distancia. Las palabras tienen, muchas veces, significado de contexto y lo cambia todo. Y del español peninsular y del otro lado del charco, el español americano, lo hay. Amén de otros códigos culturales. A veces, cuando voy a comprar en una tienda debo decirle a Fofó cómo pregunto. Pero eso es otro rollo. El escuchar otro idioma, en mi caso el inglés o el italiano, reafirma en el fondo de mi conciencia que estoy en una tierra ajena, de préstamo. A veces, esa misma sensación lo siento en Perú (José María Arguedas señalaba que se sentía extranjero en su propia tierra), es el marchamo de estos tiempos, de la odisea posmoderna que es el exilio. De la que no se vuelve.