El último fin del mundo (I)
En los 1231 metros de altura de la impresionante montaña de la aldea francesa de Bugarach, hierve el próximo e inminente milagro: la clave salvadora de la cercana catástrofe del fin del mundo y sus arrabales. En el amparo de ese prodigio de la naturaleza, en el abrigo de esa mole vegetal, se resguardan ya precavidos ciudadanos y ciudadanas que no quieren extinguirse en la nada final, que de anchas o largas anhelan sobrevivir a la anunciada hecatombe.
En precarios alojamientos, en modestos hospicios provisionales, ellos y ellas acampan al pie de la elevada montaña. No están de paso en una incursión rural como cabría suponerse, ni ejecutan un simple paseo campestre. Han dejado sus casas y ocupaciones acaso para siempre, y no les importa nada, salvo prepararse para la conflagración universal que se aproxima a pasos agigantados.
En algunos días de la semana realizan misteriosas reuniones donde, con rezos e invocaciones, piden protección y ayuda a sus lejanos mentores, unos moradores cósmicos, unos extraterrestres de armas tomar, que no están de acuerdo con la catástrofe y que aparecerán en el instante oportuno, en el momento exacto, poco antes del último fin del mundo, para salvarles. El medio que usarán para entonces serán modernas naves siderales, ágiles objetos voladores fabricados con tecnología de punta espacial.
En la cumbre de la impresionante montaña de Bugarach, un lugar que nadie vio todavía, está una pista de aterrizaje, un ovnipuerto, un cosmódromo o algo parecido, donde atracarán o se posarán las aguerridas naves de la salvación. Dicho ámbito está hecho de un material que todavía no figura ni entre los ingenieros civiles o los trabajadores de construcción civil: piedras mágicas. Los flamantes salvados serán trasladados a otra era de la historia, a una era distinta y lejos de la extraviada tierra.
Todo lo anterior parece una disparatada historia sacada de los tugurios del primitivismo, de la horrenda noche medieval, del delirio de burdas criaturas no contactadas con la llamada civilización. Pero es de ahora. Tanto alboroto y movida porque, supuestamente, este 21 de diciembre del 2012, antes que los candidatos de marras regalen panetones y chocolatadas a los pobres; antes de las opíparas cenas pascuales y de fin de año; antes del excesivo gasto para estar a la altura de los festejos, se acabará este mundo.
La funesta profecía sobre el último fin del mundo es de origen maya. Algo dudoso, puesto que los códices de esa nación antigua fueron destruidos totalmente por un sacerdote reaccionario. La reconstrucción realizada debió jugar una mala pasada a los expertos. Pero eso es otro capítulo. Lo que cuenta es que a través de la historia siempre hubo gente capaz de perturbarse ante el anuncio del fin del mundo.