El tiempo perdido
En la remota aldea de San José de Maquía, río Ucayali, la creciente se desmadró este año. No tiene parangón con las inundaciones anteriores. Es como si viniera con toda su madre, su abuela y otros parientes cercanos. Es tan grande que el famoso inicio de las clases fue suspendido debido a que no se puede ni enseñar ni aprender nadando o buzando. Este pequeño hecho, en un lugar de tierra adentro, es el más verificable dato sobre el tamaño de la actual creciente. Un tamaño que desborda todo pronóstico, toda medida. Nadie sabe cuándo comenzaran las famosas clases escolares en San José.
Entonces estamos ante el factor tiempo perdido. Y el tiempo perdido, por la creciente, la lluvia, el sol, la falta de agua potable, la carencia de luz eléctrica o cualquier otro factor de riesgo, es uno de los peores males de nuestra educación. El no arrancar en el día y la hora fijada, el hecho de mantener las puertas y ventanas cerradas de escuelas y colegios mientras en otras partes las clases comienzan, revela de entrada una desventaja inicial, una pérdida en el momento de la inauguración del llamado año lectivo. El tiempo perdido ya no se recupera, como se dice ingenuamente. Lo que no se hizo en su momento ya no se hace más. Se hace otra cosa, una sucesión de cortes para disimular que se llega a tiempo.
El tiempo perdido es la mejor manera de comenzar mal, de aceptar los últimos lugares como algo definitivo, de no querer cambiar el estado de cosas. Ese tiempo perdido tiene más que ver con la falta de capacidad para gobernar con ingenio y creatividad un sector complicado pero no imposible de ser manejado. Se conocen todos los males del rubro educativo, pero se espera que las cosas estallen para tratar de tomar medidas. Se sabe que todos los años el tiempo perdido es una marca de fábrica y nada se hace para cambiar la calamitosa situación.