Nadie hasta ahora puede entender la manera como el candidato conocido como gato negro se convirtió en alcalde de Maynas. La cuestión es que postuló por el distrito de Mazán, pero probablemente debido a la cifra repartidora, a la voluntad de las masas o a las artes y partes de Mandrake, alcanzó el alto cargo consistorial referido. Para aplacar las protestas el felínico burgomaestre hizo algo puntual y fulminante: emitió un decreto que cobraba un impuesto al ruido urbano y suburbano y de cualquier caserío ubicado a kilómetros a la redonda de las ciudades de su jurisdicción. La cobranza fue inmediata, coactiva y hasta violenta, debido a que el mismo funcionario era el encargado, ruidómetro en mano, de medir los decibeles.
En esas andanzas el flamante alcalde tuvo feos entripados, brutales encontronazos, con dueños de comercios, choferes de microbuses, hacedores de parrandas, propietarios de bares, amantes de la música estridente, gritones ridículos. Pero gracias a su habilidad para demostrar que el pobre oído humano solo soportaba hasta 55 decibeles, pudo salir airoso. El que menos se dio cuenta que era estúpido perjudicarse con ruidos que se podían evitar. Lo primero que desapareció del ambiente iquiteño fue el asesino claxon que en su mayor momento de emisión arribaba a 120 decibeles. Luego desaparecieron otros elementos nocivos para la salud mental y física de tan encantadora estirpe boscosa. Y pronto la ciudad cambió radicalmente, pues el ruido había embrutecido a la mayoría de pobladores.
Pero sucedió que alguien reparó que el primer productor de ruido era el mismo gato negro, Ello debido a que el relajado y parrandero municipio maynista auspiciaba, propiciaba e impulsaba las ruidosas fiestas semanales. La silenciosa oposición, sonómetro en mano, hizo pagar al burgomaestre las multas correspondientes más los devengados, los retrasos, las moras. Fue así como la casa consistorial se arruinó y el mismo alcalde tuvo que pagar de su propio sueldo para no ir preso.