En el sitio de Pampachica, en esa franja donde se dividen Iquitos y San Juan, aconteció por aquel tiempo que apareció un cerro de basura. Los desperdicios eran de todo tipo y tuvo el agregado de animales muertos que aparecían cada día como si alguien les pusiera allí a propósito. Los moradores protestaban quemando llantas y arrojando suplicas a ambos municipios para que limpiara esa zona, pero nadie les hacía caso, hasta que cierto día apareció el ingeniero Brunner. Allí la cosa ardió, porque los habitantes de ese lugar desventurado amenazaron con incendiar los camiones del empresario de los desperdicios.
En vez de asustarse o de huir ante la probable invasión de las llamas, el ingeniero se quedó petrificado de contento por la novedad. Era que nunca se le había ocurrido utilizar el fuego para acabar con el grave inconveniente de la basura. El fuego era la única solución posible, a la vista, que tenía ese problema de nunca acabar. No había otra salida si es que quería triunfar en ese rubro tan complicado. Así que, personalmente, se dedicó a limpiar la ciudad. Fosforo en mano, apoyado por latas de gasolina y protegido por una escafandra de astronauta, el señor Brunner se dedicó a prender fuego a todo montón de basura que encontrara en su camino.
La bella ciudad de Iquitos quedó entonces limpia de polvo y de paja, pero surgió por ahí un olor a chamusquina, a quemado, a cosas carbonizadas. En medio de la nueva situación surgió un colectivo acusando al señor Brunner de enemigo público número uno, pues estaba contaminando la urbe. En efecto, surgieron muchas personas con afecciones pulmonares y los interiores de las casas adquirieron un color sombrío. El ingeniero de esta historia tuvo que renunciar a combatir la basura con el fuego para volver a utilizar sus camiones destartalados.