Cacique Juan de Alvarado, por Percy Vílchez:
El gigante barrigudo y panzón es una de las invenciones más fértiles del imaginario español en el bosque. En el Perú selvático, un tal Plácido de Segura, un arribista que aspiró a convertirse en jesuita, diseñó una tropa de seres altos y sanchopancescos que supuestamente querían convertirse a la doctrina cristiana. Era todo un pueblo muerto de hambre que buscaba beneficiarse con lo bien que tragaban los religiosos, inclusive los de ahora. El arribista, que no tenía vocación religiosa, intentaba pescar en los ríos revueltos de la conversión y escribió una carta personal, con tintura de achiote, al misionero Manuel Uriarte. No es una burla suponer que el susodicho no había leído a Rabelais, ni siquiera a Grass, pero sacó esos gigantes de su desatada imaginación donde también hay una suma de sangres. En las culturas populares de la tierra los gigantes son legión.
La monumentalidad es inherente a la peruanía. La cultura Chachapoyas, de posible origen aymara, según la autorizada versión del doctor Federico Kauffmann Doig, tiene la dimensión de la piedra de siglos, de la arcilla rotunda, del bosque milenario, de las aguas indomables. En esa cuna sólida nació el gigante de los cronistas amazónicos: Juan de Alvarado. El nombre no es, desde luego, oriundo. Es una ganancia que él obtuvo al servir a los españoles como intérprete o lengua, terreno donde era un ser ejemplar. El que asciende a la cumbre de Kuélap, del Gran Pajatén o la Gran Saposoa, puede imaginar que contempla todo el Perú a la vez. El cronista Juan de Alvarado era natural de una de esas grandezas, era heredero de tierras en varios kilómetros a la redonda. Es decir, pertenecía a una especie de aristocracia indígena del pasado. Cuando arribaron los castellanos, se convirtió en servidor de la Real Audiencia lo que le permitió recorrer buena parte del Perú, visitar España y recibir malos tratos y poca recompensa, injusticias que le impulsaron a escribir después la memorable crónica titulada Memoria de los hechos que acontecieron a los Chachapoyas.
Desde el arribo de los castellanos a Cajamarca, el cacique amazónico tenía escasos y pocos años para aprender el idioma del invasor, memorizando los símbolos extraños, aprendiendo las sílabas, los verbos de la lengua advenediza. Eso ya era una hazaña, por supuesto. Lo genial viene de inmediato en la medida en que también dominó los arduos y tortuosos caminos de la crónica, de la relación, que tiene una modalidad jurídica, una influencia religiosa. Todo aquel que aspira a escribir sabe lo difícil que es pasar de lo oral a lo escrito. La piel se nos eriza cuando constatamos, una y otra vez, que para ese entonces no había imprenta en el Perú, no se editaban libros y los cronistas españoles brillaban por su ausencia, salvo el caso de Pedro Cieza de León que luego pasó a ser considerado como el Príncipe de los Cronistas. ¿Cómo pudo escribir semejante obra maestra un cacique que venía de una cultura oral, de la nación de los derrotados?
La alta cultura Chachapoyas tiene una de las pinturas rupestres más avanzadas del Perú, de acuerdo con la versión autorizada del doctor Kauffmann Doig. Esa plástica antigua está vinculada umbilicalmente a lo sagrado, a las divinidades. ¿Era chamán ese cacique formidable? ¿Juan de Alvarado recibió el don de la escritura desde lo Alto como me dijo mi amigo Luis Culquitón Roca? Confieso que no tengo una respuesta satisfactoria. Pero no se puede ignorar o soslayar a los visionógenos como fuentes de conocimiento. El Popol Vuh, la Biblia indígena, uno de los libros más antiguos de la humanidad, fue el primer libro basado en la sabiduría oriunda. Otros especialistas siguen traduciendo algunos documentos importantes para comprender nuestro pasado. De manera que podría haber una conexión secreta donde se trasmitan los hallazgos y los logros. Ello sin descartar que dos personas, alejadas el uno del otro, podrían descubrir lo mismo y al mismo tiempo.
En el año del Señor del cielo de 1550, Juan de Alvarado escribió una crónica increíble, una relación asombrosa, destinada a provocar la admiración de los pocos presentes y los muchos venideros. El primer cronista indígena de la montaña y del Perú, inclusive, fue un verdadero adelantado, un hombre inspirado y superior. En una crónica breve, perpetua, sentó acaso para siempre las bases del país interior, de la patria de los de a pie. En la medida en que escribió desde su propia herida, desde los escombros de los que vinieron a despojarle de sus bienes ancestrales. En pocas páginas cuenta las conflictivas relaciones que tuvo su aldea con los castellanos y con los incas. En su redacción late una suprema ambición de futuro. En su acierto implacable, el citado es contemporáneo del citado Cieza de León, como ya dijimos. Es anterior al andino y mestizo Garcilaso de la Vega, quien apenas rozó la montaña. Y, por supuesto y para siempre, es anterior a Gonzalo Fernández de Oviedo, el primer cronista que escribió sobre la maraña del Perú, basándose en un relato impresionante que le hizo un tal Gaspar de Carvajal. En estrictos términos amazónicos, la historia oriental comienza con una rotunda victoria de los supuestamente marginados: la expropiación de la escritura. Ese año de 1550 se convierte en la piedra angular del edificio de la Amazonía interior que tiene otras fechas memorables como 1560 con el arribo de Vhiarizú, 1594 con el descubrimiento de los castellanos en Lima de parte de los ashánincas y otros episodios de descubrimiento tal y como consta en mi libro.
Los dueños de astros ajenos.
En el Archivo de Indias de Sevilla estaba arrinconado el bendito documento. En 1881 lo publicó el cronista Marcos Jiménez de la Espada. El silencio reinó entonces y siguió dominando la visión conquistadora y catequizadora de los invasores. El singular escrito de ese cronista de las aguas, las piedras y los bosques, cambia toda la historia amazónica contada hasta ahora. Porque es el testimonio directo de alguien que en carne propia sufrió los vejámenes y, con toda razón y coraje, pidió por primera vez justicia para los indios de entones y de todavía.