El pobre potaje

En un remoto pueblo colonial, ubicado en la maraña, ciertos castellanos frecuentaban la más exagerada pereza, la más radical haraganería. De sol a sombra, de orilla a ribera, de punta a cabo,  preferían andar en bostezos, en descansos en tendidas hamacas, en cumplidos sueños.  Los abruptos ronquidos eran la señal más notoria de esa aldea perdida. Cualquier tarea les parecía oficio abominable y hasta cruel castigo del injusto cielo. El hecho de comer cada día no les impulsaba a faenas de cultivo, a destrezas de caza, a esfuerzos de pesca. Cuando el hambre les alcanzaba,  se empeñaban en juntar las pepitas que las aves dejaban caer y hacían un extraño preparado de tierra con agua. Ese indigente menú espera a ciertos moradores de Punchana que disfrutan de la insólita campaña edil del hambre cero.

En sus mesas diarias, en el tendido mantel a la hora de la verdad, de aquí a poco,  esos ciudadanos tendrán que zamparse kilos de pepitas, bidones de  agua mezclada con la  tierra elemental. La novísima dieta será lo único que quedará después que se acaban los regalos del kilo de arroz, el paquete de fideo, la botella de aceite,  la conserva en lata y otros artículos de pan llevar y traer: la cesta básica del hambre cero del señor  Juan Cardama.  Ese anuncio parecía otra cosa, algo serio. Una inversión para que las potencialidades de las personas afloren y coman mejor cada día.  Pero resulta que todo no es más que un bodeguero regalo fugaz. Nada interesante, en realidad.

El destino parecido a los haraganes del pueblo olvidado, donde no había ni un solo indígena de estos montes, es lo único que aguarda  a los consumidores eventuales de ese equívoco hambre cero. Consumidores de regalos anunciados, se acostumbrarán  a rascarse el mentón, a frecuentar la hamaca, a dormir a cualquier hora. Cuando se acabe el espíritu regalón de ese hambre cero, tendrán que buscar trabajo. Y como eso no habrá en ninguna parte, tendrán que desayunar, almorzar y cenar las pepitas, acompañado de bastante agua con tierra.