El país sin corruptos

En un ejercicio de imaginación, podemos suponer lo que hubiera pasado con los contrabandistas de aguardiente en el Iquitos del remoto pasado, el gobernador Miguel Alván y el misionero Mariano Andrade, si entonces se les hubiera aplicado aquello de la muerte civil mencionada recientemente por el mandatario Ollanta Humala.  Ambos personajes de polendas,  que tenían un alambique manual con sendas frasqueras para envasar el licor y que lo vendían clandestinamente a los nativos de entonces, violando toda ley divina y humana, hubieran perdido todo, simplemente. Entonces no hubieran regresado a sus cargos, como tanto corrupto de estos tiempos. Como si nada grave hubiera pasado.

En un país de frágiles memorias, de rápidos olvidos, de silencios cómplices, de palabras a media voz, de  subalternos  intereses de grupos vinculados al delito en el poder, el corrupto tiene paciencia. Ello es cinismo, pero espera que el tiempo pase para regresar a lo mismo. Por eso es que uno puede sorprenderse al enterarse del regreso de algunos que sin ninguna vergüenza se enquistan en las diferentes gestiones locales y nacionales. La lacra de la corrupción se nutre, pues, de la impunidad y de la amnesia. En ese sentido, estamos de acuerdo con esa muerte civil que equivale a la expulsión definitiva del corrupto de la compleja  y sucia red que integra y que fecunda.

Pero esa muerte civil no garantiza el fin de la corrupción en este Perú de desconcertantes gentes. Los egipcios mandaban cortar las narices o las manos de los que robaban. Otras culturas fueron también brutales ante el delito, pero la corrupción siguió en sus trece. La única manera de hacerlo, a lo menos transitoriamente,  es diseñando un plan integral como ocurrió en Italia con la memorable jornada de las “Manos limpias”. Así las cosas, nuestro viejo y nuevo anhelo: un país limpio de corrutos descarados, no está muy cerca que digamos. Pero la anunciada muerte civil es un buen paso.