EL MISTERIO DEL HOMBRE DEBAJO DE LA CAMA
Era la pajarina mañana del 6 de marzo de 1926 y la combativa gendarmería de la plaza de Iquitos tenía ardua labor para combatir a los amigos de lo ajeno. Los detenidos hasta ese momento eran un extranjero que se quiso bañar desnudo en la Plaza de Armas, un agresor despiadado de los indefensos árboles del malecón, un niño que prometía bastante, pues intentó zamparse una pieza de paiche del mercado, un infante que jugaba bola en la calle, hecho que estaba terminante prohibido como estaba vetado jugar a la pelota, cargar bultos por entre las arterias urbanas, botar basura en las esquinas, laborar los domingos.
Cuando parecía que se cerraba el parte para la crónica roja de esa mañana, un efectivo trajo a la comisaría al ciudadano Antonio Rivas. El mismo no destacaba por nada extraño o sospechoso en su estampa o continente. No tenía la mirada siniestra de los forajidos habituales, no mostraba cicatrices producidos por cuchillos vengativos, no alardeaba de futuras venganzas contra sus captores. El silencio le amordazaba. El aludido fue sorprendido a esa hora, hora de fecunda labor en tantas partes, de citas en los cafés y bares, de visita a las tiendas y comercios, de paseo distraído por las calles, de vagancia en tantos lugares, debajo de la cama.
Es cierto que no es ningún delito estar cómodamente instalado debajo de la cama a cualquier hora del día y de la noche. Nadie puede ser cuestionado si desdeña el colchón y la sabana y prefiere echarse en el suelo. Es su opción para descansar o hasta para dormir como un bendito, ante las tablas del catre. El inconveniente era que el detenido fue pillado debajo de una cama ajena, sagrado lugar de descanso, sede del reparador sueño y lecho de siempre, del señor Marcial Chuquipiondo. Este descubrió al intruso en su propio cuarto debido a la intervención del azar, y le denunció en el acto.
El escritor Juan Carlos Onetti pasó los últimos años de su vida acostado en su cama. No se levantó de allí ni para lavarse los dientes y todavía escribió echado, sobre su almohada. Ese ámbito apto para el dormir, para leer hasta altas horas de la noche o para lo otro, se convirtió en su última morada. De esa cama partió hacia el sueño eterno. Eso no hubiera podido hacer el denunciante de esta ciudad donde es frecuente encontrar a gentes durmiendo en cualquier parte y a cualquier hora, porque alguien, un vecino, decidió acomodarse debajo de su cama.
En los misterios sin resolver que perturban la historia de esta urbe, destaca la razón secreta, oculta, por la que don Antonio Rivas decidió echarse debajo de una cama ajena. ¿Qué sucedió aquella remota mañana en que un hombre desdeñó su propio lecho, renegó de su lugar del sueño y eligió acomodarse en el piso, debajo de la cama de otro? ¿Acaso quería dormir en distinto lugar de lo habitual, huyendo de algún estorbo que le perturbaba el descanso en su casa? ¿Anhelaba darle un susto a su vecino, metiéndose allí a escondidas?
La cama es uno de los bienes más vinculados a los ciudadanos (as). Es algo único, íntimo, personal. En ese lugar hombres y mujeres pasan como media vida. O más. Y no precisamente durmiendo o leyendo o viendo televisión. Y uno puede imaginar el drama de don Marcial Chuquipiondo ante semejante intromisión en su vida privada. Lo peor de todo fue que el detenido se calló en todos los idiomas ante las reiteradas preguntas de los uniformados. Nadie supo que quería allí. ¿Qué hacía el señor Rivas debajo de la cama ajena?