El parlamentario Kenyi Fujimori Higuchi  entró en trompo la semana pasada y renunció abruptamente a su escaño. Ello quiso decir en buen castellano y romance que no iba a percibir el sueldazo que paga el Estado a los llamados Padres de la Patria. Para sobrevivir puso un puesto de vendedor ambulante, contando para ello con el financiamiento oculto de Joaquín Ramírez, ese astro de las ganancias desmedidas que en poco tiempo se hizo millonario trabajando como cobrador de combi. Muy pronto Kenyi Fujimori empezó a prosperar gracias a su habilidad para abrir nuevas tiendas en las esquinas. Era ya un envidiable comerciante cuando decidió postular a la presidencia de la republica perulera.

Para alcanzar el máximo galardón de esa patria no presentó ningún plan de gobierno, tampoco hizo mítines populosos, desdeñó la campaña política en sí, renunció a encendidos y enconados debates y no lanzó ataques a nadie. Lo único que hizo fue auspiciar reñidos partidos de fútbol. En cualquier parte, vestido como un pelotero profesional, portando varias pelotas y soplando un silbato, abría una cancha futbolera para realizar un ardoroso encuentro.  Luego cazaba las apuestas y jugaba en varios puestos a la vez, mientras se desempeñaba como árbitro imparcial y siempre listo a castigar las faltas.

Demás está decir que esa manera de hacer campaña ganó la preferencia de los electores y electoras. Era una manera moderna de buscar el voto. En poco tiempo Kenyi Fujimori alcanzó el primer lugar en la preferencia de los votantes de ambos sexos. Luego fue elegido por una inmensa mayoría. El gobierno del citado se convirtió en un único partido de pelota. La de cuero rodaba a cada instante en cualquier parte de la patria. Los goles de las escuadras enfrentadas eran la expresión más acabada del júbilo popular. Muy pronto el Perú se convirtió en una potencia pelotera a nivel mundial y después de muchos años pudo participar en una justa ecuménica.