El incendio del antiguo archivo   

 En los umbrales de una parranda religiosa de aquel entonces, 1750, antes de la opípara y bien servida cena, el misionero Ignacio Falcón perdía su tiempo como cualquier ocioso. Abandonó esa infortunada mañana  sus costumbres evangelizantes y reventaba cohetes, forma muy usada por tantos a través de los siglos para elogiar a la collera o elogiarse sin saludables modestias. El orador prendía las peligrosas mechas, arrojaba los objetos en distintas direcciones y disfrutaba del áspero estallido y del fuego que surgía de la pequeña explosión. El misionero, mientras algunos moradores de Santiago de La Laguna se entretenían con el espectáculo de marras, se entusiasmó tanto con la reventazón que en un momento calculó mal y uno de los cohetes se apartó de su ruta trazada y aterrizó en el techo de la iglesia.

El techo de dicho antro era de palma. El lector o la lectora ya habrán sospechado, en clara muestra de inteligencia, que se alzó un incendio de los mil demonios como auspiciados por un arsenal de dinamita o la furia de varios volcanes en ebullición. En la ardiente ciudad el siniestro fue devastador. Entre las expansivas llamas no hubo figura de virgen o de santo o de apóstol que detuviera el infierno. El polvo es el destino de toda criatura nacida de mujer. Las esparcidas cenizas fueron el destino de esa pobre iglesia destruida por la tontería cohetera del sotanudo. Lo peor de esa tragedia, sin embargo, no estuvo en la desaparición de tantas cosas del culto cristiano. La mayor desgracia arrendó por el exterminio para siempre de unos cien años de esforzada labor.

Desde 1638, abnegadas personas, desinteresados ciudadanos, con o sin sotana  pero sin cohetes perjudiciales, se empeñaron en una silenciosa labor para edificar un centro de la memoria, ámbito que todavía no tenemos. Ignoramos las razones por las cuales esos adelantados a su tiempo escogieron esa urbe y ese lugar religioso, en vez de construir un local bajo el agua o lejos de Ignacio Falcón. En tanto tiempo habían acumulado papeles varios, escritos de tantos visitantes, documentos inéditos, notas, hechos, cifras. Pero nadie sospechaba lo que iba a pasar. Nadie imaginaba que un misionero iba a provocar un incendio que acabó con toda esa riqueza acumulada a través de los años.

En días de diversión nos han ocurrido tantas tragedias. Los siniestros, inspirados o no por cohetes misioneros, ocurrieron a veces en carnavales, en fiestas patrias, en primaveras, en pascuas, como un escarnio a esa manía de celebrar cualquier cosa. Pero el peor incendio fue el que ocurrió en Santiago de la Laguna, porque fue el exterminio de ese archivo inicial. Nadie puede perder impunemente cien años de esfuerzos, de información, de documentos. El olvido entonces se impuso y sus deplorables efectos conspiraron contra el conocimiento de nuestro pasado. Todo por un religioso y su manía de reventar cohetes cerca al frágil techo de su propia iglesia.

El archivo de cien años pudo salvarse si es que don Ignacio Falcón no reventaba sus cohetes pascuales. En esa simpleza, que hasta parece una broma de mal gusto, se jugó el destino de nuestra pobreza en tantas cosas importantes. Ese archivo pudo salvarse si se hubiera edificado en otra parte, en los Alpes, en la Antártida, en algún lejano planeta y no en una región donde no se respeta las cosas valiosas. Ese archivo debió salvarse y entonces no se asistiría a penosos  espectáculos de gentes que ignoran hasta lo más elemental de la propia historia, que como papagayos imitan historias ajenas. Pero ese archivo no se salvó.

El incendio del archivo de cien años perdura, con sus brutales cenizas, en el presente. No tanto en los archivos particulares que se quemaron, en los documentos que se arrojan al basurero, en los libros que desaparecen de las bibliotecas gracias a lectores ladrones, en la depredación constante de cualquier vestigio del pasado, si no en la ausencia de una memoria. De un verdadero archivo que sea el centro del peregrinaje del estudio del pasado de esta comarca.