En tiempos del llamado capitalismo salvaje el infierno era presente. El esclavismo humano andaba viento en popa. La cuerda se rompía por el lado más débil y los niños y niñas eran víctimas predilectas de esa barbarie. A estas playas boscosas no llegan fácilmente las  bonanzas del libre mercado, el ímpetu de los tantos excedentes. Pero de vez en cuando estallan los horrores. No nos referimos a lo que hace poco ocurrió en Bagua. Escribimos sobre la situación de tantos niños, niñas, adolescentes. El futuro de la patria verde, como se dice con gran candidez, porque, de acuerdo a las cifras de Unicef y del Inei el 65% de esos seres andan en situación de pobreza. Más de la mitad de esos seres andan marginados, excluidos.  Fuera del porvenir, para decirlo crudamente.

El horror infantil no solo es la pobreza. Es también el maltrato, la explotación. No nos referimos al trabajo infantil de todos los días en labores de lustrada, de venta de esto o aquello, algo que nadie cuestiona. Escribimos sobre otra cosa. En la zona de puerto Masusa dos aserraderos hacían trabajar a 12 niños en condiciones lamentables, como si estuviéramos en los viejos tiempos del capitalismo donde no interesaba la vida humana, donde se obtenía ganancias a cualquier precio. Sorprende que después de tanto tiempo recién intervino hace poco la  justicia. Pero lo más grave de ese horror es lo que denunciamos en esta edición.

Porque la víctima es una niña venida de la marginalidad rural. Anónima, desconocida, ella soportó el abuso, los maltratos, las injusticias de alguien, la abogada Irma Julia Rosales Rosales,  que alguna vez debió defender los intereses  de la infancia. Horror de  horrores. El hecho subleva, hiela la sangre. ¿En qué ciudad vivimos entonces? ¿En la periferia del libre mercado sin sus gangas y sí con sus avernos?