El error lácteo
El burgomaestre de San Juan debería dedicarse a la pasión del canto. En su casa, el karaoke de la esquina, en algún campo abierto, podría desplegar toda la potencia de sus cuerdas bucales, la emoción de las letras de otros, el fuego de las notas musicales. Imitando al olvidado Abdalá Bucarám, al olvidable tenor Alan García Pérez o a cualquier otro ser melódico del poder, se desempeñaría con más eficacia. Podría tener sus hinchas seducidos, firmar autógrafos días enteros, editar su long play. De aquí a un millón de años. Entonces no cometería ese error garrafal de propiciar el cambio de la leche fresca por la leche en tarro. La indispensable leche en ese distrito irá de la saludable ubre ganadera al envase condensado.
Es tan absurda esa medida que no hemos escuchado hasta ahora un argumento sólido que justifique ese cambio. El argumento a favor de la leche fresca cae de madura, por su propio peso. En cualquier parte del mundo el producto natural es superior al producto modificado. El organismo humano tiende a asimilar mejor lo que no es manipulado para ganar en sabor o para preservarlo. Cualquier nutricionista conoce esa verdad tan grande como millones de catedrales. En medio de las sin razones de los funcionarios de la citada alcaldía están los niños, las niñas.
En el arte u oficio o ciencia del comer estamos peor que en compresión de texto. Nadie nos ha dicho que andamos últimos en saber alimentarnos. La mayoría de cosas que metemos a la boca es dañina para la salud. Los productos naturales no son una moda, una ligereza vegetariana. Son una negación al veneno que ingerimos alegremente, glotonamente. Y la supresión de la leche fresca en la dieta de los niños y las niñas es peor de lo que parece. No es solo una cuestión de proteínas mejor asimiladas. De gustos. De sabores. Es un hecho de sanidad gastronómica.