Por: Gerald Rodríguez. N
Una desdibujada humanidad en nuestra política actual, hace de la democracia, una indigna solución permanentemente pronta, rancia y remota. Ningún terrestre, no existe la excepción entre los mortales, es indigno de opinar sobre política, pero el país siempre calla, callan las generaciones mayores y jóvenes, callan los que nunca debieron estar callados, y solo es el decreto, curiosa y abusadora estadística, la que habla por miles de peruanos, no siendo nuestra voz aquella montaña de cifras adulteradas, no importándonos el destino, nuestro destino, ni el destino del futuro, por lo que solo nos contentamos a prender la tele y ver como el país se va al derrumbe.
Nuestra crisis política, no es una crisis política que represente el reflejo de los profundos cambios en la población, la tecnología y la dinámica social del siglo XXI, como nos intentan convencer los “reflexionistas” liberales, tampoco existen mecanismos democráticos fuertes ni sólidos, sino que nuestra crisis, muy adentro de este sistema, representa nuestro silencio, nuestro confort, nuestra alejamiento y aislamiento de nuestra responsabilidad ciudadana ante tales hechos vergonzosos de nuestra clase política. Entre la mediocridad y la democracia, nuestro sistema de poder ha sido manejado desde el impulso de los deseos personales, con una jauría de mediocridad de por medio, sumando a esto los intereses personales, la posición de clase, dejando al país a la suerte a quien mejor le alcance todo, en este sistema de pobreza, aun faltándole todo. El enfrentamiento en el ámbito parlamentario – ejecutivo ha limitado hasta el extremo la solución a las crisis que arrastramos casi ya doscientos años. Solo hubo salidas superficiales que han ido aguantando la explosión del gran problema.
Pero esta explosión del gran problema del Perú y del peruano suma la crisis de carácter estructural, profunda, enconando sus raíces del aparato económico, social, cultural y que, cereza de un pastel, se posesiona de forma especial en el ámbito político, en sus diversas instancias, y en la superestructura del tejido social. Pero el peruano de abajo es una de esas pocas clases sociales que vive desgarrado y feliz, en medio de su silencio, y en medio de tanta podredumbre, incapaz de enarbolar un gran movimiento social. El deterioro social no va a parar con una reforma ni con un decreto supremo, el deterioro más que nunca vino para seguir zanjando lo peor de quienes elegimos para que nos represente, gracias a su carisma o a su payasada, a su absurda óptica de la realidad o simplemente a su alto nivel de mediocridad que se esconde en el regalo de un táper en campaña electorera. No existe voluntad política al más alto nivel de los dirigentes del país, como el presidente de la República, los congresistas, los líderes regionales y municipales, para mejorar en algo la ciudad, el país y la clase política. No existe liderazgo ético en el país, tampoco se ha tomado las medidas preventivas para que el cáncer de la corrupción no avance. Ningún líder ha intentado depurar de las instituciones ese fenómeno que se llama corrupción, nadie quiere sanear donde se ha infiltrado el crimen organizado y la corrupción. Y aunque la corrupción es más visible y con una faz más grosera, como es la impunidad, el desafío de existir ahora en este país nos convierte en cómplice, quizás por ese silencio que tanto adoramos, por esa mediocridad que aplaudimos, y por este sistema que nos hace feliz, mientras que nos devora, mientras más peruanos cosechan pobreza quedándose en casa, más pobreza mental cuando se enciende el circo.