En la calle Las Azucenas,  del agrario distrito de San Juan, estaba el contenedor repleto de desperdicios, poblado de basura. La empresa del ingeniero Bruner le había puesto allí como si no hubiera gente en los alrededores. Era su relleno sanitario móvil y sus cansados camiones  descargaban lo que buenamente recogían de las cercanías. Las constantes protestas de los moradores no significaban nada y parecía que  el contenedor se iba a quedar toda la vida, arrojando malos olores y anunciando algunas enfermedades, hasta que intervino el siempre ágil y muy mosca poder judicial.

En un domingo tropical,  donde no escaseó el encendido discurso,  el brindis de honor y la labor de la prensa informativa,  se hizo la ceremonia de retiro del contenedor de marras. Todo tenía un ambiente de júbilo y de fiesta, pero los camiones contratados para sacar de esa calle al contenedor no lo pudieron mover de su ubicación. El contenedor  parecía haber echado raíces y estaba como soldado a la tierra. Las lluvias, los soles, los cambios climáticos, las inundaciones, le habían abordado desde cerca y desde lejos. En vano se usaron sendas grúas prestadas que tampoco le movieron de su lugar. Luego se intentó sacarlo de allí con helicópteros artillados con sus cuerdas tendidas. No se logró nada.

El contenedor no podía quedarse en esa calle afeando el paisaje, llenándose de desperdicios, produciendo malos olores, y fue así que se decidió dinamitarlo. En el mercado se adquirió varios cartuchos suficientes para volar una mina. El día de la demolición no faltaron los discursos y los hombres de prensa,  pero el contenedor no sufrió ni un solo rasguño luego del sonoro estallido de la dinamita. Después de ese otro intento fallido las autoridades se rindieron y el contenedor se quedó allí por los siglos de los siglos.