EL CONGRESO ANIQUILADO
En un inesperado amanecer capitalino, el lugar donde estaba el Congreso apareció rodeado por un espeso y alto muro que oprimía las paredes del recinto, mientras las puertas y ventanas habían sido clausuradas con montones de concreto fresco. Las calles adyacentes a los curules fueron cerradas y nadie podía transitar a cualquier hora por esos lugares cercanos a los escaños. De esa manera el mandatario Martín Vizcarra clausuró ese sitio que se había convertido en un obstáculo y que no le dejaba gobernar. Los congresistas, al verse privados de sus lugares habituales, hicieron la consabida protesta pero nadie les hizo caso. Inclusive, muchos de los pobladores les metieron una silbatina de rechazo. Entonces nada había que hacer. Era el fin de ese lugar que no tenía ningún prestigio y que todo el mundo quería que se cerrara. Pocos días después una explosión dinamitera acabó con los vestigios que quedaban de ese sitio desventurado. Allí después se levantó una plaza dedicada a glorificar a la juventud.
El mandatario Vizcarra entonces no cerró el Congreso para abrirlo después, convocando a nuevas elecciones. Simple y llanamente aniquiló los curules. Y nadie de los electores lamentó tal decisión. Muy por el contrario, las cifras subieron en la intención de las encuestas y todo el mundo quería elegir como presidente vitalicio del Perú al hombre que se había atrevido a acabar con un mal que tenía décadas de perturbar la vida de los unos y los otros. El Congreso aniquilado para siempre solo despertó la protesta desvaída de algunos que hicieron marchas de protesta, anhelando que volvieron los días en que se elegía a los congresistas. Pero, desde una esquina belicosa, aparecieron unos transeúntes que les hicieron huir en desbandada. El destino de los escaños estaba, pues, oreado y sacramentado. La figura despreciable del congresista se convirtió en una pesadilla del pasado.
En el presente, no hay Congreso ni congresistas y el presidente gobierna a su antojo y parecer sin pedir apoyo a nadie, sin buscar la venia de los curules. Nadie en su sano juicio recuerda a los parlamentarios y todo el mundo supone que así, sin congresistas, es mejor la cosa. Lo único que perturba la vida política del país es la importancia que han adquirido los gobernadores regionales que a cada rato se rebelen contra el centralismo de siempre. En las calles, en los cafés atestados, en los bares de mala muerte, en los huariques de ayer y de hoy, en todas partes, todo el mundo recomienda que se acaben con esos gobiernos regionales que tanto daño hacen al país. El mandatario declaró hace poco que está pensando, seriamente, hacer con esos estamentos de gobierno interior lo que hizo con el Congreso.