Escribe: Percy Vílchez Vela 

El ímpetu populoso del circo, el ejercicio del espectáculo,  también participó en el progreso urbano de la ciudad de Iquitos. El precio de una función cualquiera, ocurrida hace más de medio siglo, fue donado por el dueño del circo Tabarés para la construcción de un local dedicada a la fe que fortalece. Así la carpa de antes participó en la edificación de un recinto importante para los fieles y creyentes de entonces y de todavía. 

El circo Tabarés arribaba a Iquitos con la seducción de su carpa a la intemperie y su variado repertorio. Arribaba de improviso, como el desembarco en una estación inevitable en su interminable recorrido, en su destino escrito de antemano. Y alteraba el paisaje de siempre, la rutina reiterada de esa ciudad tan amante de la diversión o del espectáculo. No se alzaba con su colorido y sus funciones en cualquier parte.  En ese tiempo el espectáculo callejero, la diversión populosa, tenía su lugar, su asiento, en la sede de la cancha de la Alianza Aguirre que quedaba en la calle Grau.

El referido circo venía de tan lejos como confirmando noticias legendarias. Arribaba desde México, ejecutando una largo recorrido que incluía la navegación por el Atlántico y el viaje de surcada por el impetuoso  Amazonas. Ese itinerario era una aventura que incrementaba  el prestigio de las funciones. El circo ya no era entonces manipulación descarada del poder como ocurrió en Roma y en otros lugares. No había ya un emperador como Cómodo que dejaba los asuntos estatales en manos o pies de terceros, de algunos funcionarios anodinos,  y,  vestido como un  musculoso y forzudo Hércules,  entraba al circo a combatir como gladiador, haciendo trampas para vencer a sus oponentes: él portaba espadas legítimas y sus rivales estaban obligados a llevar espadas de madera.  El circo en Iquitos  ya no servía para eso, para el abuso del poderoso,  y era   un espectáculo fervientemente  popular, desvinculado de la política, fuera de cualquier interés subalterno, y tenía  su aprobación colectiva, su plebiscito unánime.

El circo Tabarés era parte del cronograma de visitas de tantos circos que arribaron antes a esa ciudad,  que en algunos pasajes de su historia tiene episodios dignos de cualquier carpa instalada. La función comenzaba con melodías de una orquesta típica y sus propias canciones. Luego aparecían los acróbatas y sus arriesgadas pruebas de alto riesgo.  La función continuaba con las piruetas de los malabaristas. Después venía  un intermedio con melodías y canciones, para dar paso al número de las antípodas. El episodio de la pantomima era  el marco perfecto para  la inquietante muestra de la esfera mágica piramidal.

Nadie puede escapar a la seducción de cualquier circo.  No solo por el atractivo y el colorido de la función, sino porque la vida de cualquiera puede parecerse a esa entidad,  puesto que cada quien hace su función cada día, cada cual repite por lo general su mismo  espectáculo. La degeneración de ese rubro es que alguna otra actividad, seria y alejada del arte de la diversión,  involucre a los desmanes de la carpa. Tantas cosas son aberraciones por eso, porque invaden terreno ajeno. El descarado ejercicio de la política de hoy, el lamentable fútbol peruano, son dignos ejemplos de esa confusión.

La ciudad de Iquitos fue también edificada gracias a la contribución populosa, al aporte cívico de generaciones. Ovolos voluntarios intervinieron para hacer alguna campaña a favor de esto y lo otro. En 1926 la llamada Fiesta del Libro fue una parranda con todas las de la ley y el precio de la entrada era una obra o su equivalente en dinero para construir bibliotecas escolares. Las ganancias de una tómbola, hacia 1952, iban a colaborar en la construcción de un leprosorio en Iquitos. Nunca se inauguró dicha obra y, al parecer, hasta ese juego de azar se prestó para el dolo o el zarpazo. Lo que sí fue bien aprovechado fue el aporte del circo Tabarés.

Es imposible encontrar algún enlace o semejanza entre el templo del Señor y el circo. Nada hay de parecido o similar   entre los graves ritos cristianos y las astracanadas   bajo la carpa. Es por ello que nos llama poderosamente  la atención que hacia 1954 una de las funciones del circo Tabarés fuera donada íntegramente  para la construcción de la  iglesia Nuestra Señora del Rosario de Fátima que hoy luce majestuosa en el barrio de Belén.