POR: Joaquín Andoa.
Iquitos ha sido rincón preferido de periodistas errantes; varios de ellos errados. Nacionales y extranjeros (o ambas cosas, a la vez). El Cholo, que cumple con todos los aspectos estéticos para ser un ciudadano del mundo serrano, selvático o costeño, apareció por las aulas y calles como profesor y, como no podía ser de otra forma, se las ingenió para dedicarse al oficio más antiguo del mundo.
Primero lo primero; ese ha sido su norte de vida. Ni bien aterrizó en la ciudad se fue a ocupar la plaza que había obtenido por concurso en un colegio estatal. Luego, dicen los que le vieron los primeros días de su estancia, se sentaba en cualquiera de las plazas para contemplar la vida de los iquiteños, sin importarle género ni número, y así ambientarse a la zona. Una vez instalado en lo que sería su hogar, buscó un periódico en el que laborar. Lo suyo es el magisterio, que lo practica de manera magistral ya sea en las aulas como en las salas de redacción. Todo lo convierte en noticia, absolutamente todo. Unas publicables, otras no porque tienen algo de impúdicas. Por esa doble vocación, ya instalado en el magisterio, se fue en busca de su otra chamba.
Trabajó en el diario oficial sin ser oficialista. Laboró en una emisora católica sin estar convencido del catolicismo. En ambos lugares dejó huella, como manda cualquier manual de Pedagogía o Periodismo. Los cierres de edición eran el preludio de encerronas, las expresiones radiales mañaneras eran la sucesión de minutos de reflexión en la cabina diaria. Así, como jugando, era lógico que apareciera por la sede del bitinto.
No se sabe si alguien le llevó hacia Punchana o llegó, como buen errante, preguntando. Lo cierto es que sin presentaciones ni conversaciones ya estaba decidiendo portadas, desechando notas, eliminando fotos y omitiendo horarios. Porque los periodistas no tenemos ni fechas ni calendarios. Era de planta y en el trabajo y la diversión estaba al pie del cañón, bien plantado, sea con una libreta de apuntes o un vaso del licor amargo. Fue por esas noches que el grupito, donde él era un líder natural, acuñó la frase repetida antes del primer sorbo: “Por las que mal pagan…”.
Ya se movía como pez en el agua en las tierras amazónicas, ya estaba instalado con el amor de toda la vida en Iquitos cuando la familia tuvo que separarse. Si antes había llegado por un puesto en Educación, dejando en Arequipa familia y enamorada, tuvo que resignarse a que le dejaran en Iquitos por similares razones y emociones. Se quedó solo pero nunca mal acompañado, pues los amigos que encontró siempre descubrían un motivo para ponerle sonrisa a la soledad y llevar la tristeza de la lejanía de esposa e hijos de la manera más diplomática posible.
Hasta que tuvo que regresar por donde vino. Aunque nunca se alejó del todo, pues siempre encuentra un río para regresar.
Como sus retornos cada vez son menos frecuentes, solos o en grupo nos las ingeniamos para caerle por su tierra. Bajo el Misti se comporta con altura. Alturado y sin altercados hemos disfrutado, con o sin la familia ,de la comida, bebida y subida arequipeña. En la tierra del sillar nos hace sentirnos como en casa. No es casualidad que por lo menos una vez año le caiga, con o sin aviso. Solo o acompañado. Los primeros años de esas visitas beber y charlar era la prioridad, para luego comer. Este último año fue a la inversa, el tiempo no pasa por gusto. En todas las ocasiones ha sido un magnífico anfitrión. Y, desde el periodismo, siempre he considerado que todos los avatares y batallas se justifican si en el camino se encuentra un tipo como él: responsable hasta en las mayores irresponsabilidades.
¿Por qué en esta Lima sin estación, donde no se sabe si el día será frío o caliente, se me ha vuelto una urgencia escribir sobre él? La respuesta está en mi mente aún antes de haberse formulado. Porque estoy orgulloso de tener entre las personas que frecuento a tipos como él. Porque sé que, como ha sido desde que nos conocimos, a cualquier hora y en cualquier circunstancia va a estar dispuesto a dar de sí sin pensar en sí. Por eso cuando en una reunión familiar alabé la bonhomía de los nacidos en Arequipa, uno de los presentes creyendo que bromeaba, me exigió que diera el nombre de por lo menos un arequipeño con esas características. Yo no dudé en pronunciar su nombre completo: Héctor Federico Tintaya Feria. No es el único; sí el primero de mi lista.
Hasta el próximo viernes.







