EL CAOS DE LAS LATAS

El acto callejero de patear latas, oficio del gremio de desocupados, profesión de los que no cobran ni la quincena ni el fin de mes, se ha vuelto universal. En las calles, en los caminos, en lugares insospechados de cualquier ciudad o aldea hay ahora como un ruido nuevo que predomina como si se tratara de un partido mundialista pero con envases arrojados. No se trata de un nuevo deporte. Es la emisión sonora o estridente de uno de los males contemporáneos más dramáticos: la falta de trabajo. En el peliagudo mundo de hoy mismo y hasta mañana entrante hay 73 millones de jóvenes de la lira o de la película que no tienen puesto de trabajo. No pasan por Cajamarca ni pueden sacar fiado de ninguna tienda, pero meten patadas a las latas de aquí y allá.

En el incesante patear de esos objetos expuestos en esquinas y basureros, los desocupados del planeta evidencian que los recientes profetas del optimismo estaban errados. El paraíso que prometían, gracias a las bondades del libre mercado, se acabó sin pena ni gloria. Se cubrió de envases y entró como un perverso entretenimiento para los que carecen de un puesto laboral. Sucede que ni los gobiernos ni los empresarios pueden crear puestos de trabajo para satisfacer la creciente demanda de los que se asoman al mercado del trabajo. 73 millones de jóvenes desocupados es una cifra pavorosa, brutal.

Es mejor que esos pateadores de latas, nombre perverso con que se denomina a los que viven sin sueldo y sin largos feriados laborales, ignoren que en el verde mar de bosque hay una ciudad conocida como Iquitos. Donde las latas, de todo tipo y tamaño, de todo grosor y forma, están en tantas partes debido al deficiente recojo de la empresa encargada de la limpieza. Si tan solo una cuarta parte de esos excluidos viniera a esta isla, debido a la abundancia de envases arrojados, regados, desparramados, se armaría una verdadera batalla campal. El caos de latas estrellándose contra latas sería tan catastrófico que el trabajo de cada día sería imposible.