El novelista Mario Vargas Llosa, cuando todo parecía viento en popa y cerca de la estridencia de la boda, se separó abruptamente de Isabel Preysler. El motivo del divorcio es hasta ahora un misterio y las infaltables malas lenguas dijeron en su momento que el divorcio era inevitable, que no había ninguna química en esa pareja, que todo era un montaje publicitario de la sociedad del espectáculo. El escritor no aclaró nada y se negó a declarar a la prensa defendiendo su derecho a la privacidad. Y un buen día agarró sus cosas personales, no se despidió de nadie y emprendió un largo viaje cuyo punto final fue uno de los pueblos más remotos de la Amazonía del Perú: Santa Rosa. Allí, en la alejada frontera, se refugió como quien huye del mundanal mundo.

En estricta soledad, sin moverse de su rústica silla, el afamado novelista siguió en lo suyo, la escritura. Trabajando de sol a sombra, apenas comiendo lo que sembraba y cosechaba con sus propias manos, terminó varios libros postergados y se dedicó a redactar una novela de amor desaforado, donde el personaje masculino, pese a que tenía 120 años, era un garañón desatado, un empedernido enamorador. Durante meses no pasó nada en la monótona vida rural del novelista, hasta que las malas lenguas dijeron que una de sus mayores preocupaciones era beber cortezas, savias, raíces, que devolvían la potencia perdida. Fuentes bien informadas confirmaron después a este columnista que el literato visitaba algunas veces el pasaje Paquito.

De pronto, cuando la vida del novelista parecía estable en la frontera selvática, este agarró sus escasas cosas y partió a vivir en Lima. Su rastro se nos pierde a partir de ese momento. Luego de algunas semanas salió la insólita noticia de que el escritor, olvidando sus tareas cotidianas, se dedicaba día y noche a perseguir, acosar, embestir, a la dama conocida como la Tigresa del Oriente.