Felipe Uribe de Bedout, uno de los artífices de la renovación de la urbe colombiana, presenta la antología de su obra en la Feria del Libro de Guadalajara y la Casa Luis Barragán
Para Felipe Uribe de Bedout (Medellín, 1963), el primer rasgo violento de las ciudades latinoamericanas es la aniquilación categórica de la naturaleza. “El paisaje es un elemento fundamental en la pacificación de una sociedad”, sostiene en su taller, una suerte de monasterio consagrado a la arquitectura, enclavado en un bosque espeso y húmedo en el municipio de El Retiro. Su propio despacho en esa finca que alguna vez fue una reforestadora favorece el estado del alma que se necesita para plantear proyectos de ciudad, reflexiona. Precisamente desde este paraje idílico, en medio de arroyos y guaduales, se ideó buena parte de la deslumbrante renovación urbana de Medellín que sirvió como antídoto contra la violencia.
Los largos años en que vivieron asediados por las balas y las bombas llevaron a los paisas a recogerse, a encerrarse. Medellín, muy a su pesar, llegó a ser conocida como la capital mundial del narcotráfico. A finales del siglo pasado, después de que Pablo Escobar cayó abatido sobre un tejado, la ciudad batallaba para dejar atrás aquel estigma. En apenas 20 años, pasó a ser un ejemplo de transformación.
“Esto fue la semilla de todo”, dice Uribe, ahora en medio del Parque de los Pies Descalzos (1999), que proyectó junto con Ana Elvira Vélez y Giovanna Spera, al comienzo de un recorrido por algunos de sus trabajos más emblemáticos. Originalmente un encargo para poner en orden un estacionamiento, esa plaza frente a la sede de las Empresas Públicas de Medellín (EPM), que anima a los usuarios a descalzarse, se convirtió en un punto de encuentro que convocó tanto a los ejecutivos como a los habitantes los barrios más humildes.
Poco después llegó el encargo para realizar una modesta remodelación del Planetario de Medellín, junto al campus de la Universidad de Antioquia y cerca de algunas de las comunas más pobres, foco del crimen que asoló la ciudad. Uribe planteó un proyecto mucho más ambicioso, con la idea de que acostarse a mirar las estrellas o ver cine fuera una alternativa al espiral de violencia. El espacio, que juega con rampas e inclinaciones y se complementa con los edificios en que funciona la red de orquestas juveniles, se ha añejado con exquisitez. A su alrededor han ido brotando otros símbolos de la Medellín reinventada, como el Parque Explora o el Orquideorama.
Pies Descalzos y el Parque de los Deseos, con sus nombres oníricos, cambiaron la manera de entender el espacio público. Algunos elementos de esos proyectos pioneros como los chorros de agua, las piedras naturales, la arena, la madera y el detallado trabajo del mobiliario, se convirtieron en rasgos identitarios de la ciudad. En el fondo ya había una rotunda declaración de principios: lo público merece la mejor calidad y los mejores materiales.
La arquitectura se volvió un sello importante del desarrollo de Medellín. Sergio Fajardo –un matemático hijo de arquitecto- tomó el testigo durante su alcaldía (2004-2007), y con peatonalizaciones y parques biblioteca convirtió el urbanismo con sentido social en una de las banderas de su administración. La revolución estaba en marcha, y una infinidad de proyectos han consolidado el giro en la capital de Antioquia.
Precisamente por esos años, la plaza de Cisneros, antesala de la gobernación y de la alcaldía, llevaba décadas de abandono y decadencia. Allí, Uribe levantó la Biblioteca EPM, concebida como un proyecto integral en conjunto con el Parque de las Luces, de Juan Manuel Peláez. Las infinitas formas de sentarse y de estudiar dentro de la biblioteca rinden testimonio de su atención obsesiva por los detalles, el mobiliario y la ergonomía. Cuando se esconde el sol, el edificio funciona también como una gran linterna. “Nos habíamos autoimpuesto un toque de queda. En una ciudad que había entrado en un régimen de violencia, recuperar la noche era fundamental”, recuerda.
«Nos abrió los ojos»
“La inteligencia y sobre todo la sensibilidad de este gran arquitecto fue la que nos abrió los ojos. Sus obras demostraron que era posible -transformando el entorno- modificar el comportamiento y aportar a la alegría y al bienestar de los ciudadanos de a pie. Pocas veces una transformación física ha aportado tanto a una mejoría en la sensación psicológica de bienestar de quienes caminan y viven en la ciudad”, valora el escritor Héctor Abad Faciolince. Sin alardes caros e inútiles, agrega el autor de El olvido que seremos, “supo imaginar, ver en su cabeza, cómo una persona de Medellín podía sentirse mejor integrada a nuestro paisaje de montañas, a nuestro clima tropical de altura, y a un espacio que deja de ser angosto, estrecho, gracias a sus intervenciones. Él le dio aire y belleza a lo que era estrecho, pobre y sucio”.
La antología de su obra, un libro bajo el título Anfitrión que incluye testimonios de sus colegas, será presentada el 26 de noviembre en el marco de la Feria del Libro de Guadalajara y el 1 de diciembre en la Casa Luis Barragán, en la Ciudad de México. “Felipe Uribe hace parte de una generación de arquitectos que se atrevió a soñar, mediante la arquitectura, una ciudad posible en momentos en que la noción misma de ciudad (Medellín) parecía imposible ante la violencia y el miedo de las guerras de la droga”, escribe Francisco Sanín en esas páginas. “La obra de Felipe solo tiene un propósito: construir espacios abiertos para todos e insertar la noción de lo colectivo en nuestra vida cotidiana, para que en estas sociedades fragmentadas y polarizadas podamos encontrar afuera tejido común”, apunta por su parte Camilo Restrepo -creador del Orquideorama y profesor en Harvard-en otro libro dedicado a Uribe de Bedout que presenta el sello Arquine.
Su nombre está atado a Medellín, pero sus convicciones sobre el espacio público se pueden rastrear en sus cerca de 200 proyectos, como los dos que desarrolla en la capital colombiana junto a Gerardo Olave y Andrés Castro. El arriesgado diseño del edificio Ad Portas de la Universidad de la Sábana se alarga como un abrazo sobre el campus, mientras que el edificio Universidad Ciudad vincula los cerros orientales, la Universidad Javeriana y la congestionada carrera séptima, en el corazón de Bogotá. También en la plaza cívica de Rionegro, Antioquia -el municipio aledaño a su estudio que quiere convertir en laboratorio de urbanismo- o en sus numerosos proyectos en El Salvador, donde hace tiempo puso un pie. La principal lección de Medellín, reflexiona, es que una ciudad inclusiva requiere exagerar en la apertura, tumbar las rejas, echar abajo los muros. “Un buen edificio debe recordarnos que no hay nada más sublime o bello que el paisaje”.