El arquitecto contra las ventanas          

El arquitecto de esta extraviada historia, cuyo nombre omitimos para no sentir vergüenza ajena, era un ser con mayúsculas y tenía un desatado instinto destructivo, una acusada índole claustrofóbica. Era su obsesión aniquilar, nada más y nada menos, las inocentes y poéticas ventanas de las casas de todos nuestros días. En el diseño de semejante energúmeno, el dulce hogar del presente y del futuro iba a ser una sede cerrada, opresiva, más claustral que los conventos remotos, y solo admitiría de mala gana las puertas.

El arquitecto de la casa desventanada o de la vivienda como celda para presos con tendencias a la fuga, sostenía entonces que la vida postmoderna, la existencia de ese presente, podía desprenderse de esos ámbitos abiertos, porque la televisión era el enlace del ciudadano (a) con el vasto, ancho y ajeno mundo. Es decir, la caja boba, la pantalla pequeña, la descendiente del cine, no solo serviría para embrutecer al ser humano, sino que se volvería el único vínculo con lo real.

Entonces, el televisivo ciudadano (a) de un mundo improbable, cómodamente sentado en el sillón de costumbre o en el mismo suelo, rodeado de comida enlatada y de algún licor adulterado, armado con el  poderoso control remoto, iba a navegar como los viajeros antiguos, cambiado de canal a discreción, visitando tantos programas del momento. ¿Para qué requería  de inútiles ventanas un ser así, tan conectado a los mensajes de la cada vez más poderosa televisión terrestre?

El disparate arquitectónico fue encontrado por nosotros en una crónica del escritor Antonio Muñoz Molina titulada Trenes y libros. En honor a la cruda o cocida verdad, la casa sin ventanas es un invento arquitectónico de algunas naciones amazónicas. Los  desaparecidos yameo, por ejemplo, levantaban sus moradas sin esos ámbitos. Una puerta les bastaba para entrar y salir, pero ello era para protegerse de alimañas, de enemigos. Otras culturas fluviales hicieron lo mismo, pero no para suprimir al otro, al vecino de la existencia.

El arquitecto de marras quería evitar el comercio diario con ese otro, ese vecino. Sostenía que de la dictadura del televisor el ciudadano (a)  iba a meterse de prisa en el carro  y marcharse a donde quisiera. El ser se iba a convertir en más solitario que nunca con su pantalla pequeña y su auto. Es decir, en un monstruo con su control remoto y su timón a cuestas. Afortunadamente, las ventanas ni se enteraron del arquitecto letal que, suponemos, quería simplificar la vida hasta límites imposibles. No sabemos en nombre de qué ideología, progreso o ilusión extraviada.

En el fondo de su diseño sin ventanas, el arquitecto de este museo era un suculento súbdito de esa tendencia al desquiciamiento humano. La inclinación es una selva frondosa. Citamos a los sueltos asesinos que quieren acabar con el libro. A los que suponen que el socialismo ha sido enterrado. A los que creen que este 21 de diciembre de año en curso estallará el fin del mundo de acuerdo a una supuesta profecía maya.