EL AMOR A LAS VEJECES

Desde  cualquier esquina, parados como paltos y con las manos a la cadera, se puede constatar sin esfuerzo la tendencia del abuso de la vejez, de la exageración del uso de lo inservible, de lo que debería jubilarse. En ese denigrante paisaje andan microbuses crujientes y a punto de desmoronarse, motocarros que se desplazan porque el aire es gratis, escasos taxis que parecen salidos de un incendio. A ello se agregan los barcos que navegan porque el agua no cuesta. Esa marcada inclinación es el principal causante de la reciente tragedia ocurrida a cinco minutos de la base del lote 67. En líneas generales, salvando a algunos que no esperan lo peor, descartando a otros que se anticipan a los accidentes, los propietarios esperan algo grave para que las unidades achacosas, reumáticas, sean jubiladas.

De acuerdo a fuentes fidedignas, el helicóptero de la desgracia petrolera estaba con horas demás, hacia trabajos forzados en el aire. Esas naves no son eternas y tienen un periodo de vida eficaz que los fabricantes están en la obligación de consignar y los compradores tienen que respetar escrupulosamente. Las tragedias de los tantos accidentes en esta región deben mucho a ese vicio de querer exprimir el jugo a la unidad hasta más  allá de sus posibilidades. La vida humana, la seguridad de los usuarios, no vale mucho. Más importa ganar unos cuantos soles más a cualquier precio.

En la biografía de los incidentes desastrosos, de los terribles accidentes, hay siempre lo mismo. Palabras, promesas, amenazas. Luego todo vuelve a lo de siempre y las vejeces siguen circulando por tierra, por agua, por aire. Los muertos en esta ocasión son demasiados para que las cosas sigan igual. El dolor ajeno, el llanto de los deudos, debería impulsar a las autoridades a cambiar la tendencia acostumbrada, a verificar en el acto todos los parques de vehículos que circulan entre nosotros.